Era el momento de Marcelino García Toral. El momento preciso en el lugar perfecto. Su momento preciso porque el tren al que se subió no volverá a pasar otra vez, o tal vez si. Aunque para su desilusión, he ahí lo que se dice sobre el tren de la vida: el primer tren es el último, el último tren es el primero: ¡sólo hay un tren! Y cuando el único tren que recorre todos los continentes, al pasar por Villaviciosa, se desvía hasta Careñes para recoger al 'asturianuco', quién es el guapo que le hace ascos a subir al vagón delantero y sentarse camino de Lezama. Experiencia fallida. Como la cubana de Sierra Maestra: algo hermoso que se promete y no termina de llegar. Marcelino se tiró al monte para bajarlo y, de ciudad en ciudad, como si fuera uno de 'aquellos' pero sin barba ni puro, cuando todo Santa Clara se despierta para verte.
Elizegi, Alkorta, Aiarza. Flota vizcaína de pesca y playa de Larrabasterra. El Club tenía su 'Moncada'. Se trataba de aguantar el tirón. Bombardeado el proyecto por todos los lados. Se afanaba Marcelino aún teniendo los días contados. Nunca fueron oportunas unas elecciones.
Legislar y entrenar con una espada de Damocles por cabeza. De qué sirve lo que no vale; de que habrá de valer lo que se convertirá en inservible. Una Supercopa alzada a base de un estilo cargado de conceptos. Erigir y erigir. Construir, levantar. Cuanto más alta Babel, más dura será la caída. Crecía el Athletic en experiencia y sabiduría. Lo hacía a sabiendas de que su titulación no sería convalidada por las tres escuelas que se postulaban para gobernar la 'ciudad estado' de Bilbao, gobernada por el Athletic Club.
Lo de Marcelino duró lo que dura una docena de piparras y diez huevos con besamel en la barra del Siglo de Portugalete a las una menos diez del mediodía. Como Voro. Escrito su final en el libro del principio. Daba igual el qué, el cómo y el cuánto. Una copa o dos. E incluso un puesto para la Champions League. Tan solo Iraia Iturregi concitaba multitudes.
Como si escrito por San Juan en una isla remota, el fin de los tiempos para los hombres justos como Patxi Salinas, Marcelino, García y Toral, la Trinidad fusilada sin miramientos al anochecer. "Cada plancha trata de ganarse a la masa social con la baza exótica de un técnico llegado de los mares del sur". Del sur de la Gran América era y es Marcelo Bielsa. El derecho a soñar por segunda vez a la espera de que a la tercera fuera la vencida.
Y cuando un alemán de apellido imposible parecía asomar su cabeza, he ahí a Ernesto Valverde Tejedor, destejiendo lo que tejió en la noche de los tiempos. Y lo tejido a mitad de década. Destejido todo para que, a las órdenes de Barkala o Uriarte, se pusiera a tejer las camisetas de los leones de la tercera década del siglo XXII. Porque para su viaje, Ernesto Valverde debería fingir que sus alforjas eran del todo necesarias.
"El mejor". "Lo mejor". Como si el Athletic sin él fuera una canastilla flotando en las aguas del Nilo sin el socorro de la hija del Faraón. Seis años. Siete. Ofrézcasele una octava temporada que no habrá de hacerle ascos. Y si se le promete una pensión por los años cotizados, nos encontraremos ante el 'Fergusson' de "mi Club de referencia". El Athletic, como del mundo se decía, "se ha acomodado", al "ayer de sabor dulce", al "ruido de sus cadenas". Se ha "acostumbrado a ganar", se ha "acostumbrado a perder", se ha "acostumbrado gozar", se ha "acostumbrado a sufrir".
Si la costumbre es hábito que viste al monje de la Catedral, Valverde, ya puestos, podría ser perfectamente ese entrenador vitalicio para un equipo en cuyo universo la gente dejó de morir de un día para otro, como la muerte dejó de matar en esa nación literaria para la que José Saramago escribió "Las intermitencias de la muerte". Hasta la eternidad, 'Txingurri'. Porque no habrá muerte que nos separe.
• Por Kuitxi Pérez, periodista y exfutbolista