Soy de la generación que vio la gabarra Athletic desde los hombros de su madre agarrado a una bandera hecha con trozos de tela roja y blanca porque la rojiblanca se había agotado en toda Bizkaia. Soy de la generación que sufrió varapalos como el del Xerez, la Gimnástica de Torrelavega, el Cádiz CF, el Racing o el Real Unión.
Para nosotros una semifinal de Copa era algo impensable, una ilusión remotísima que año tras año se desvanecía con otro sopapo inesperado. Empezamos a sentir en qué consistía eso de acariciar una final allá por 2002, cuando nuestra esperanza la hizo pedazos un Real Madrid fabricado de galácticos.
Fue 2005 el año en el que más cerca estuvimos de saborear una nueva final de Copa, pero una vez más el destino nos cruzó la cara cuando empezábamos a esbozar una leve sonrisa. Y de esa guisa nos plantamos en 2009, desconfiados, mirando de reojo a una eliminatoria que acabó suponiendo una de las páginas más bonitas de la historia de este Club.
Ahí sí. Ahí, por fin, pudimos empaparnos de la tensión que supone el preparar una final. Una búsqueda frenética de entradas, transporte y algún chamizo donde pasar la (s) noche(s).
Me encantaba ir a Bilbao aquellos días. Una gran mayoría de los balcones disfrazados de rojiblanco, la gran lona del BEC, la bandera del Ayuntamiento, los escaparates… era inevitable sonreír, hinchar el pecho, sentirse orgulloso de volver a ver a tu equipo donde siempre tuvo que estar y, sobre todo, el poder compartir esa ilusión con tu gente.
La víspera de aquella final, una llamada inesperada me ponía encima de la mesa entrada, hotel y transporte por una baja de última hora. Yo ya había hecho mis planes para vivir la final en Bilbao, pues no había tenido suerte en el sorteo así que, de saque, renuncié a ello.
Al otro lado del teléfono una sabia voz rojiblanca, que sí sabía lo difícil que es el alcanzar una final, me dijo que no lo dudara.
-“Oye, esto no pasa cada dos días. A saber cuándo es la próxima”
Mensaje demoledor que despejó todas mis dudas y me puso en marcha hacia Valencia.
Y es que la ilusión de volver a jugar una nueva final borra de la memoria los batacazos del pasado y vuelve a reactivar la gran maquinaria que fabrica la ilusión de la hinchada zurigorri.
Es cierto que los tiempos que estamos viviendo no ayudan a encontrar la sonrisa, pero creo que debemos agarrarnos a estos momentos y compartir esta ilusión engalanando nuestros balcones, ventanas, motos, coches o bicicletas.
Recordarnos entre todos que ahí está el Athletic, ayudándonos a pasar el trago un poquito mejor, haciéndonos olvidar todo esto durante un puñado de minutos e invitándonos a soñar con que pronto estaremos todos juntos celebrando que hemos vuelto.
Pase lo que pase, gracias Athletic.