El Málaga CF cerró este sábado la primera vuelta del campeonato con un empate ante el Oviedo. No está siendo el curso del equipo blanquiazul en su feudo, donde ocuparía plaza de descenso si sólo computasen los partidos de casa al ostentar el tercer peor registro de la categoría: 11 puntos sobre 30 y sólo dos victorias (la última ante el Sporting el 22 de octubre –jornada 7–). El excelente nivel exhibido a domicilio compensa lo tirado en La Rosaleda, y cada partido que pasa se hace más notorio que el Málaga necesita y mucho de su afición para no sufrir desconexiones que le han hecho dilapidar rentas favorables hasta en tres partidos: Mirandés, Cartagena y Oviedo.
Más allá de los aspectos futbolísticos (al equipo le cuesta cerrar los marcadores), los arreones de la afición son pellizcos necesarios en el contexto de un encuentro, pellizcos que se añoran cuando peor están las cosas. El aliento de la hinchada levanta partidos y enchufa a los jugadores tensionándolos y motivándolos en momentos puntuales. De hecho, el Málaga sólo ha logrado sobreponerse a un gol inicial adverso en un duelo en toda la temporada, el del Lugo, cuando pudo sacar un empate tras ir 0-2. En los demás encuentros, verse por detrás fue sinónimo de derrota con ecos en las butacas de Martiricos y sin el empuje externo para reaccionar. Sin épica.
Pero esa presión ambiental no sólo influye en los jugadores. También en las decisiones arbitrales, últimamente tan controvertidas y decisivas en prejuicio de los blanquiazules con varias expulsiones (Caye o Yanis), goles marcados en fuera de juego posicional no revisados (Cartagena), el penalti ‘de VAR’ señalado a Juande que terminó de rematar al Málaga ante el Leganés, o el anulado ayer por las manos claras de Lucas Ahijado. ¿Se hubieran pitado todas esas acciones con La Rosaleda llena? Es una pregunta retórica, pero a buen seguro que muchos lectores tendrán su propia respuesta.