Resulta paradójico que en la semana en la que Málaga capital vuelve a cerrarse por culpa del coronavirus toque recordar la última vez que La Rosaleda se abrió para los malagueños y malaguistas. Para su gente, que hace ya casi 11 meses que no palpan su asiento de Martiricos. Que no gritan al unísono para sacar la garra de su equipo. Que no celebran los goles abrazados, que no sufren en esos últimos minutos cuando a su equipo le toca apretar. Que, en definitiva, no sienten el fútbol como se ha sentido toda la vida. Anhela el Málaga el rugir de Martiricos tanto o más que su afición. Cuántos puntos se habrían rascado este año de haber estado la grada en plena efervescencia, difícil diagnosticarlo pero a buen seguro que más. Llega el Zaragoza, vuelven los recuerdos.
22.264. No es un número al azar, es el dato exacto de espectadores que el 8 de marzo de 2020 se acercaron a La Rosaleda a alentar ante el Zaragoza a un Málaga que llegaba al partido con tres victorias en los últimos cuatro encuentros y con la moral por las nubes. Había cambiado el paso el equipo y la afición, en una tarde de esas que parecen dibujadas para el fútbol, acompañó al Málaga con un ambiente magnífico. Pura esencia de La Rosaleda. "Había mucho colorido, la gente estaba muy entregada. Han salido como auténticas fieras, ganar aquí tiene un valor incalculable", dijo tras el partido el que por entonces era el técnico maño, un Víctor Fernández que se rindió a la pasión de la afición blanquiazul.
Pocos días después llegó el estado de alarma, también el confinamiento y el parón obligado del fútbol en España. A su vuelta, nada es igual, tal y como pasa en las cosas más normales de la vida. El fútbol se ha quedado sin su leitmotiv, sin el alimento emocional de los jugadores. Incluso inconscientemente, se vio por ejemplo en el segundo gol de Juande ante el Lugo, los futbolistas festejan de cara a la grada tratando de invocar el griterío que ya no se escucha. Es lo que toca vivir desde hace casi un año, dichosa aquella vida racional alejada de mascarillas, cribados masivos y cierres perimetrales. Dichosos aquellos domingos en los que agarrar la bufanda y marchar a La Rosaleda era la más feliz de las normalidades.