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Los cubanos también juegan al fútbol

Mario Inchausti
Carlos Puértolas

En Cuba los muchachos juegan al beisbol. Cuando un niño aprende a caminar, lo primero que pide es una bola y un guante. Junto a su gente, batea en la calle, en la plaza o en el barro hasta que el sol se pone. Los jovenzuelos golpean, corren y ensayan como lo hicieron quienes hoy son sus grandes ídolos del estadio nacional de La Habana. En Cuba los buenos juegan al beisbol y los malos al fútbol, el deporte de los mediocres, dicen. Inchausti fue tan rematadamente flojo que ni siquiera servía como futbolista de campo y le colocaron de portero. Nadie se imaginaba en la vieja Habana que ese niño respingón y torpe haría fortuna y llegaría a ocupar uno de los arcos de Primera División, pero a 8.000 kilómetros del Malecón.

Mario Inchausti nació en las tierras del Che Guevara, en la antigua provincia de las Villas (Cuba) hace más de cien años. Allí la humedad y el sol provocan que, incluso hoy, la gorra y el agua sean un binomio imprescindible para la supervivencia. Quiero creer que Mario buscó la sombra bajo palos. Con apenas cinco años se trasladó con su familia a La Habana. Le escolarizaron en la escuela de Belén donde, desde el principio, se colocó como portero y evitó como pudo el sol plomizo del Caribe. Allí, en las sombras, aprendió a sufrir, a ser un incomprendido en un mundo en el que el recién nacido fútbol era tremendamente minoritario entre la chavalería habanera. Gol era un término residual por detrás del anglicismo popular “home run”.

A las puertas de la adolescencia abandonó la isla y deshizo el camino que un día habían hecho sus padres: emigró a Bakio, a apenas un puñado de kilómetros de Bilbao. La isla por la ría. El sol por las nubes. La salsa por el aurresku. Y lo mejor: el beisbol por el fútbol. El cambio fue tremendo. Había llegado a la tierra del balón y los guardametas. Pero curiosamente, de nuevo, tuvo que remar contracorriente, los Padres Jesuitas en su primer recreo le colocaron de interior izquierdo cuando lo suyo eran las manos y no los pies. Según cuentan su papel en aquellos primeros partidos fue horrible, quizá a propósito o quizá no. A veces, los buenos hacen de malos para que los mediocres tuertos les ayuden a salir del camino equivocado.

Como muchísimos bilbaínos de mediados de siglo, el joven Mario vino a la Universidad de Zaragoza a estudiar medicina, y como muchísimos bilbaínos mataron sus tiempos libres jugando con el balón. Le apodaron “El Vasco” y con su 1.90 de altura ni mucho menos desentonó en un balompié aragonés que pretendía dar el primer estirón. En 1932 y matriculado en la Facultad fue tentado por el recién nacido Zaragoza C.F. pero en categoría amateur, allí compartiría vestuario con algunos de los mejores muchachos de la ciudad. No desperdició la oportunidad y bajos los palos fue uno de los mejores. Debutaba un 15 de septiembre de 1935 ante el Valladolid y con victoria por dos goles a uno en el Campeonato Mancomunado. Además, en la categoría base se proclamó subcampeón de España en 1936 e incluso alternó actuaciones con el primer equipo, que por cierto, ascendió a Primera División por primera vez en su historia.

Pero el 18 de julio de 1936 sonaron las sirenas. El cielo oscureció y una Guerra Civil tan salvaje como injusta truncó su carrera. Las bombas acabaron con todo, incluido también, como decía Valdano, con lo más importante de lo menos importante: el deporte. Los futbolistas, quienes comenzaban a ser ídolos entre la chavalería, sobrevivieron disputando amistosos ante regimientos militares, soldados que bien gastaban su tiempo antes de despellejarse en los frentes. Sobre la tierra muchachos como Inchausti no perdían el toque, la forma ni la popularidad y, de paso recaudaban fondos destinados a hospitales y reclutas que disparaban desde las trinchera rojas y azules. Lo hizo con la camiseta del Zaragoza y también con la del Alavés. Este arquero volador llamó la atención del seleccionador español Amadeo García Salazar, quien, en pleno conflicto le llamó para disputar dos amistosos con la selección española en Portugal. En aquel combinado había figuras rutilantes y jóvenes promesas como Inchausti quien se quedó como suplente del titular Guillermo Eizaguirre. No llegó a debutar.

La realidad es que acabó allí de casualidad. Por única vez en su vida estuvo en el sitio apropiado y en el momento apropiado. Cuando fue liberado Bakio, donde le sorprendió la guerra, el régimen le destinó al Regimiento de Artillería de Loyola y al celebrar las pruebas para la selección en San Sebastián tuvo la suerte de encontrarse cerca y fue seleccionado para ir a Vigo y a Lisboa. Pudo jugar un Mundial, el de 1938 en Francia. Cuba formó parte del cuadro pero Inchausti, quién sabe por qué, no tuvo intención de jugar con quienes había peloteado en La Habana. Mejor le fue. La otra realidad es que la guerra acabó con el fútbol, la Liga y toda una generación de españoles.

En 1939 y con la España franquista triunfante volvió el fútbol. Un Inchausti más maduro fichó por el Real Zaragoza. Meses después conseguía en el torneo Mancomunado ganando nueve de los diez partidos disputados ante navarros y guipuzcoanos. 

Jugó veintidós partidos en Primera División y encajó cuarenta goles, aprovechando la ausencia del gran Lerín. Al acabar aquella temporada y con el equipo salvado a pesar de más de recibir más de una goleada, recibió una oferta del Betis de Segunda División. Se marchó al sur, a jugar, intentar acabar la carrera de medicina que había comenzado en Zaragoza y cobrar un gran sueldo: más de 1.500 pesetas al mes. Su fichaje despertó un tremendo revuelo en la capital hispalense y, cuenta el sevillano Alfonso del Castillo en su blog manquepierda que multitud de aficionados le fueron a recibir con vítores al aeropuerto.

En una temporada media España ojeó sus guantes. El Real Madrid en horas más que bajas puso 50.000 pesetas y confió en él el arco de Chamartín. Tenía todo para triunfar en el lugar más importante pero una gravísima lesión de rodilla en un amistoso ante el Córdoba acabó con el sueño. De un plumazo. Todo se había acabado.

Regresó a Zaragoza con apenas 26 años y el sueño de volver. Inchausti entrenó con el equipo tres meses pero fue incapaz de alcanzar su nivel, más con la sombra del Alifante Lerín sobre su cabeza. Su carrera en el verde había concluido.

Su otra carrera, la de los banquillos no fue tan brillante y entrenó a equipos menores de la época como el Universitario, el Huesca o al Arenas. Su futuro estaba en los despachos y formó parte del Comité Técnico Aragonés de Entrenadores.

Falleció el 4 de mayo de 2006 en Zaragoza.      

Inchausti era fuerte pero más lo era un zaguero canario moreno y duro: Juanito. Pero eso ya es otra historia.

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