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El Sevilla, el asesino del ruiseñor

Álvaro Ramírez

Acabar con lo idílico, con lo utópico, con lo onírico, con lo bucólico debe de ser casi siempre un atentado difícil de justificar. ¿Quién se atrevería a acabar con un bello sueño? ¿Quién se atrevería a romper una paleta de colores? ¿Quién se atrevería a matar a un ruiseñor? Decía Scout, personaje de esa gran novela de ese nombre, Matar a un ruiseñor (premio Pulitzer primero, gran película después protagonizada por el inmenso Gregory Peck) que a ese tipo de pájaros, que encarnaban todo lo bello y puro que podía existir, no se debería cazarlos ni matarlos. Eran animales puros. "No deberiamos decir nada sobre lo bueno que es el señor Boo, porque no le gustaría. Sería como matar a un ruiseñor...".

Y el Sevilla parece vivir rodeado de ruiseñores en los últimos años, en los últimos 10 años. Una visión daliniana de la década prodigiosa del equipo nervionense bien podría plasmarse en un cuadro de paisaje bucólico superpuesto por coloridos pajaritos alrededor de referencias sevillistas, un canto a la felicidad, la alegría y la euforia. Pero, ¿es acaso este Sevilla, el de los últimos 10 años, un Sevilla utópico, un Sevilla pasajero, un Sevilla onírico? ¿Es un Sevilla irreal, un Sevilla en un mundo ajeno? ¿O este Sevilla, el de las finales y los títulos, un Sevilla prosaico, real, un Sevilla de un cuadro de colores fuertes, rudos y resistentes? La realidad, en la que se ha instalado el Sevilla, la que ha cambiado en los últimos 10 años, no es pasajera, es palpable y vivible. Y la realidad del Sevilla ya no es onírica, la realidad del Sevilla es terrenal, maravillosamente terrenal, real. Bendita realidad.
Podría ir un ruiseñor cantando al lado de aquel sevillista que portaba su bandera hace 10 años, al lado de aquel sevillista de a pie, sufridor por entonces, que se dirigía un jueves de Feria al Ramón Sánchez Pizjuán con la ilusión de un niño que va a vivir una experiencia nueva, que va a descubrir una nueva vivencia. El sevillista, entonces, vivía aquel momento como único, como irrepetible, como un punto y aparte en su vida de hincha. Sufridor, por aquel entonces.
Pero ese sevillista ya ha desaparecido. Como desaparecido está aquel Sevilla anterior a aquel gol de Antonio Puerta. Quizás por aquella reminiscencias, quizás por aquel ignominioso final de siglo, quizás por aquellas secuelas históricas, el sevillista se ha resistido a mutar, siempre alberga detrás de la oreja ese ruiseñor que representa el sueño en el que cree estar instalado, ese nuevo paisaje colorido que nunca conoció y que un día vio. Pero de tanta alergia a la plata, de tantos hábitats diferentes, esa ruiseñor se ha alejado, ha caído y ni levanta el vuelo. Ni se acerca al sevillista. Ya no hay cabida para sueños.
¿Se pregunta un aficionado del Liverpool cuándo volverá a una final? ¿Se pregunta un aficionado de la Juventus cuándo volverá a pelear por títulos? ¿Se pregunta un aficionado del Real Madrid o del Barcelona cuándo volverán a soplar vientos de triunfo? ¿Se pregunta un aficionado del Bayern si volverá a asistir a una final? ¿Se pregunta, en definitiva, el ganador si volverá a ganar? Pues no. El Sevilla ya no ha de preguntarse si puede ser lo que es. El Sevilla lo es ya. Es un ganador, un triunfador, y ni debe ni quiere ni puede asumir un paso atrás.
Ese es el gran triunfo, el gran éxito del Sevilla, haber aniquilado la utopía, haber matado ese ruiseñor que representaba un sueño, cuando el Sevilla ya no vive de sueños, ya vive de realidades. Este equipo, esta afición vive su día a día de otra forma. El sueño no es exigente, el sueño es pasajero, se disfruta mientras se puede y tiene fecha de caducidad. Lo que vive el Sevilla es una realidad, una bendita realidad en la que si muere un ruiseñor, si muere un sueño no hay más que alegrarse, porque sería volver al mundo real, al día a día. Y ese día a día es maravilloso para este equipo, para estos aficionados, que ya no distinguen entre ruiseñores o gorriones. Lo que sí diferencian bien es el éxito del fracaso. El Sevilla se acompaña del primero y asesina al segundo, como al ruiseñor.

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