No escribo sobre lo que está pasando en estos precisos momentos; o sea, sobre el comienzo este fin de semana del Campeonato de Parejas en la Pelota Profesional, o sobre el parón del tenis hasta principios del próximo año. Porque a lo que voy ocurrió el 27 de noviembre, por la tarde, y lo escribo porque no suele pasar muy a menudo, pero ese día las imponentes puertas del Olimpo se abrieron y no sólo se abrieron una vez, a eso de las 7 de la tarde sino que unas tres horas más tarde ¡volvieron abrirse por segunda vez!
Y esto sí que ya es un acontecimiento tan singular que, para recordar otro parecido, debería hacer o tener una memoria que no tengo, como de la que, seguramente, presuma el genio noruego, ese chaval de 26 años, Magnus Carlssen, que acaba de proclamarse nuevamente Campeón del Mundo de ajedrez. Pero a lo que voy. Las puertas del Olimpo se abrieron de par en par esa tarde del 27 de noviembre; las puertas del Olimpo que son, por supuesto, las puertas del Olimpo de los dioses, las que dan acceso a un recinto muy especial donde se juntan, charlan y se solazan en sus virtudes los dioses, los más grandes, los imprescindibles, como con el permiso de Brecht y Silvio Rodríguez, suelo llamarles yo porque es este Olimpo un lugar tan especial que para entrar en él no es necesario haber fallecido, ni natural ni trágicamente (lo cual no deja de ser algo relativamente sencillo; al fin y al cabo, tarde o temprano todos acabaremos vistiendo el maldito traje sin bolsillos) sino haberlo merecido, lo que es bastante más complicado que estirar la pata.. sí, eso son palabras mayores. Por eso fue todo un acontecimiento, del que se hablará o debería hablarse largo y tendido, que los dioses, el pasado 27N, recibieran entre sus huestes divinas a dos nuevos e ilustres huéspedes. Y todos, además, tendríamos que estar por ello de enhorabuena. Yo, por lo menos, lo estoy. Cuantos más divinos menos diabólicos.
Y Oinatz, por el contrario y, ojalá me equivoque, afronta el último tramo de su sufrida carrera. Porque su discurrir por los frontones no ha sido precisamente un camino de rosas. Han coincidido sus mejores años con los mejores años también de quizás los dos más grandes pelotaris que la Pelota ha dado en los últimos tiempos. Y hablo de Olaizola II y de Irujo, por supuesto. ¡Cuántos torneos, cuántas txapelas han impedido, deportivamente los dos, y con todas las de la ley, que Oinatz levantara o que se cubriera la cabeza con una de ellas! Es el sambenito que los grandes suelen sufrir en sus propias carnes cuando resulta que sus días son también los días de algunos más grandes todavía. Pero qué se le va a hacer. Hay que seguir, perseverar, luchar, y vuelvo con Brecht y Silvio, no una tarde, ni un mes ni un año sino toda la vida. Sí, eso serán siempre los imprescindibles. Los que nunca darán su brazo a torcer. Los que no se inclinan ante las derrotas, por numerosas, dolorosas o ajustadas que sean.
Porque a esos, y Oinatz es un magnífico ejemplo de lo que digo, ganar les cuesta un poco más todavía, y las derrotas no sólo escuecen y levantan sarpullidos allá por donde van sino que, a veces, las muy puñeteras llegan a inscribirse en tu ADN con la odiosa palabra: “perdedor” colgándote invisible de la espalda. Y luchar contra eso, luchar durante toda la vida, retorcerse hasta la extenuación, por evitar que la derrota cincele su maldición en la piel, es una labor al alcance sólo de los verdaderos titanes. Y Oinatz lo es. Es uno de ellos. Pero desde el 27N ya puede respirar tranquilo, a pleno pulmón, y presumir de tener en sus alforjas la venerable Triple Corona; ésta es, Campeón del Manomatista, Campeón del Parejas, con el riojano Álvaro Untoria, cuando paseaba por los frontones un juego y una magia que le hacían parecer un pelotari irreal, de dibujos animados (juro no haber visto jugar a nadie a pelota como a aquel Oinatz de 2015; luego las lesiones le hicieron la puñeta y más humano). Y el 27N, por fin, Campeón del 4 ½.
En toda la historia de la Pelota únicamente 7 pelotaris pueden sacar pecho y decir que son uno de ellos. Por eso, y con el sudor aún resbalándole por la frente, Oinatz diría en su primera entrevista después de la Final, que ahora ya podía retirarse tranquilo. Pero él no lo hará. Oinatz no es de esos que se aparta cuando cuenta con todos los triunfos en la mano. Sabe que es ahora, y si no se lo digo yo, ha llegado ese momento dulce de jugar no sin presión, pero sí con la presión justa. Ni mayor ni menor. La ideal. Cuando lo más duro del trabajo está ya hecho y todo lo que venga será por añadidura, porque Oinatz se lo ha merecido. ¡Así que a disfrutar! Y por eso ¡que se abran las puertas!, ¡que los dioses del Olimpo muevan sus culos y se pongan de pie! Porque entra Oinatz Bengoetxea, el navarro de Leiza, otro de los imprescindibles, como sus nuevos e ilustres vecinos. Y todo esto ocurriría a no sé cuántos miles de kilómetros de altura y sobre 8 de la tarde del domingo. Pero es que todavía quedaba más. Unas horas después, ya lo contaba antes, esas mismas puertas del Olimpo volvían a abrirse.
Y por otro deportista. De nombre Juan Martín del Potro, Delpo, para los que quisiéramos ser sus amigos. Tenista de Tandil, en Argentina. Más espigado que Oinatz: 1 metro 98, pero con el mismo sufrimiento marcado en sus mejillas; en su muñeca derecha, por ser más concreto y menos poético. ¡Cuántos penalidades, Delpo!, ¡cuántas operaciones en esa maldita articulación! Lo tenía todo y aspirabas a todo. Fuiste el cuarto tenista del mundo, ganaste el Abierto de Estados Unidos en 2009 derrotando en otra inolvidable final al entonces intocable, y siempre increíble, Roger Federer, y las pistas de tenis no escondían ningún secreto para ti.
Pero, tras unos minutos, la figura espigada, campechana, franca y sonriente de Delpo habría hecho que unos mudaran sus semblantes y otros sonrieran, y que todos, por fin, estiraran, por debajo de sus blancas túnicas, las manos en señal de hondo reconocimiento y admiración. Oinatz también le estaría esperando. Y quizás le saludara e intercambiara con él algunas palabras. No en vano, habían sido los dos los que habían montado semejante alboroto, los que habían hecho que las puertas del Olimpo se abrieran la misma tarde, los últimos en traspasar los umbrales divinos… Pero el día hacía ya rato que había declinado; un día de emociones y sobresaltos. En Gasteiz, en el Ogeta y en Zagreb, aunque en el Olimpo de estos dioses imperecederos la fiesta daba, entonces, comienzo. Clarines, danzas, fuegos artificiales, tambores y fanfarrias a todo volumen anunciarían que Oinatz Bengoetxea y Juan Martín del Potro ya podían ocupar sus respectivos asientos. Y todo esto ocurrió durante el 27 de noviembre, por la tarde, y por ser más exactos.
Por Toni Garzón Abad, director de cine, ensayista y creativo de publicidad lavueltaylatuerca.blogspot.com