Así como hubo un 'Pozo Negro`cerca de Fresneda del río Tirón, otro hay, pero azul, al lado de Covanera, a veinte minutos si partimos del pueblo hacia el norte.
Si aquél, tanto por su tamaño, considerable, como por su color, azulado verdoso, no hacía honor a su nombre, este de Covanera, que en rojo viene señalado en los mapas, es fiel reflejo de su ajustada toponimia. Pozo, Azul, sólo hacen falta unas monedas para arrojarlas a sus aguas, como si estas de Covanera fueran las de la Fontana de Trevi, o las de cualquier otro charco donde el ser humano hubiera depositado su fe supersticiosa.
De lejos, con sendas sonrisas, el pozo es un capricho de nuestros deseos: verdes campas lo circundan por aquí, un muro como de cinabrio por allá, al fondo, al que pronto subiré, ¡ya estoy!, luego de un leve susto por culpa de un resbalón, para hacer las veces, por unos segundos, del hábil saltador que de cabeza quiere penetrar las legendarias aguas de un pozo que atrae como una mortal tela de araña.
Gracias al poder de la palabra, Sedano se hace pueblo también en Gredilla y en Moradillo, Terradillos queda a desmano, y aunque el río San Antón lo riegue a su paso, me temo que hasta Terradillos no llegaremos. Pongamos la meta en Moradillo, pensemos en ese bar social que amablemente será abierto para nosotros a la hora de la comida y por aquello de la lluvia, y digamos que tras el pozo, las hoyas huérfanas de animales, sólo el hombre, vigilado por ella,...
Eva para mí, siempre, la del Paraíso, la que le deja hacer a veces como si tuviera algún tipo de poderes, como, por ejemplo, colgar de un metálico cartel, en el que se lee San Mamés, el pañuelo del Athletic, bandera al viento, trapo puesto a secar en el muro de una ermita dedicada al santo que a veces ruge, y es rojo, que a veces ruge, y es blanco. Fuera del agro, donde la casa es gigante, el suelo es carretera que se levantó para los coches; y el pretil, la barrera, y también el asiento, para el descanso; los cables de la energía, la iglesia en la lejanía, ¡ésta!, que se alcanzó con esfuerzo, nave sin mar, barco varado en tierra firme, alta y herbosa, y a la puerta, un árbol para que, si por un casual Jesús saliera de una de las misas, el pequeño Zaqueo se pudiera encaramar a una de sus ramas y ver al hijo de dios ya crecidito, engordando para morir, carne para el degüello.
Mujer, casa, agua de luz, bosque oscuro, es tiempo ya de fijarnos en dios labrado en el pórtico de una iglesia, y la virgen, y los apóstoles, y santos para contar, y caballos para montar.
Y cuando todo parecía condenado a la negrura, vuelve ella y trae consigo la luz: claridad en su cara y en su ropa, luz en la vegetación que asciende hasta alcanzar la iglesia que en lo alto se hiergue. Casi en el mismo lugar, descansando en la cuneta de la carretera, ella se apartó, me dejó su lugar y ahora me mira: atrajo toda la luz... y me deja en la tarde a oscuras.
Por Luis María Pérez, 'Kuitxi', exfutbolista, mendizale, narrador de viajes y periodista