Visto y no visto. Como si hubiera hecho 'txas' con mis dedos y me hubiera desplazado, volando, hasta la cumbre donde, entre pedruscos, me muevo hasta alcanzar junto a ella un sitio preferente, junto a la urna, jaula o pequeña ermita en cuyos barrotes los sufridos montañeros anudaron sus exvotos. Detrás, la piedra perfecta, como la que cubrió por tres días el sepulcro de Jesucristo. Y encima de ella, el vértice cónico o monolito.
Y a todo esto, dígalo ya: es Javier el que nos mira, el que con cariño nos ordena. Sentaos a pie de urna y abrázala, Luisma, tú a ella, para que sonría con esa sonrisa tan franca como ella tiene, que no engaña, si acaso pierde intensidad cuando Javier, dejando la cámara de fotos en manos de, según ella, uno de los dos navarricos que alcanzaron esta cumbre atacándola por las Siete Lagunas partiendo de Trevelez, se sitúa, rodilla en tierra, en medio de los dos, separándonos a la vez que nos une.
Inmediatamente habré de subirme al monolito, lo más alto del Mulhacen, 3.479 metros, dejando del todo visible a mis pies la jaula atiborrada de cintas, bolsas y zarandajas. Debió de ser al bajar cuando, según habría de contarme ella en los calores del junio siguiente, casi un año después, uniéndome, junto a Javier, a los dos navarros con los que coincidimos en la cumbre del Mulhacen, nos pusimos a cantar canciones comunes.
Ella piensa, y lo sigue haciendo, que cantar en tales circunstancias es cosa, casi, de locos. Pero yo, fiándome de la sabiduría de San Agustín, sostengo con él que "Cantar es cosa de quienes aman"...así la montaña como a los seres que son capaces de comprenderla.
Se acabó la música, y, por tanto, debería colegirse, según Agustín, que el amor se desvanece. Pero no resulta así, porque, cuando el hombre calla, incluso cuando el que guarda silencio es el propio Jesús, le llega el turno de hablar a las piedras. Y hay tantas por este paraje cimero que el mediodía se convierte en un alboroto, en un discurso monocorde pues las voces son iguales ya que similares son las piedras.
Sucede, sin embargo, que la naturaleza, sabia, colocó una sordina en la boca de cada roca al modo que un asesino (¡Dios, que comparación!) aplica un silenciador a su pistola, a su fusil, para que nadie se percate de su crimen cometido.
Metáforas aparte, afortunadas o no, sucede que las piedras gritan, chillan, pero nadie las escucha porque, al carecer de lengua, su palabra es muda. Y es entonces cuando llega el momento de que para oír, escuchar y luego entender, es preciso un ejercicio de contemplación, lo dice Heidegger, si es que queremos alcanzar la libertad; y al escuchar, quietud es lo que sentimos.
Sentimientos tan hermosos son difíciles de trasladar al alma del que esto lee, por eso le pido que, leyendo estas palabras, imagine: montones de roca morena como si fueran los jaros de una Sanjuanada; una peña rojiza cual proa de barco que mira el cauce de un mar que se quedó seco porque ya casi, apenas, nadie llora; y entonces es un valle sin río, sin nieve, sin algo de verde... ¡Nada...nada...nada!
Muley-Hacen, y la corte que lo rodea, es como la piedra en que Jesús convirtió a Simón para edificar sobre él su inmensa iglesia. Y volviendo nuestros ojos a la testa del musulmán, el hombre, extasiado en medio de una cabellera de roca que, si tuviera sueño, el hombre, no la roca, se convertiría en su cama, su cuna, su lecho, la vida, vertiginosa, como una película le pasa por su retina hasta que llega adonde ella, que habita su durísimo mundo, y la mira, y la conoce y de ella se enamora aún sabiendo que no le puede ofrecer más que una chabola sin techo y un bastón al que asirse para que al tropezar no se caiga...
Otear el mundo desde la cima es como divisar el inmenso mar: siempre igual, siempre distinto, y, sin embargo, uno no se cansa. Y mientras Javier da la espalda a la cámara, detrás de la cual está ella, tratando, quizás, de descubrir una virgen dentro de la urna, jaula o presidio, yo me subo por última vez a lo más alto de esta 'locura' que llaman 'España' en su trozo peninsular, y, formando una uve con dos de los dedos de mi mano izquierda, saludo al Universo que está aquí, en la ciudad, en la mesa o en la cama de cada ser humano que en este preciso momento me tiene entre sus manos y me lee. Luego, saciado de soledad, iniciar el descenso, poco a poco, delicadamente ella que teme toda pendiente, sobre todo cuando la baja, un resbalón, oh, qué miedo, Dame tu mano, y yo se la doy, pues suya es, hasta que alcanzamos el amplio camino forestal. El peligro ha cesado.