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[Crítica] House of Cards: Tercera temporada

¿Conocéis ese juego de mesa que consiste en levantar una torre de madera mediante piezas que vas quitando de su propia estructura tambaleante hasta que finalmente se desploma? Pues bien, ahora imaginad que las dos primeras temporadas de House of Cards nos han mostrado el proceso de construcción de esa torre que conduce directamente hacia el despacho oval de la Casa Blanca. Los jugadores, Frank y Claire Underwood, cara a cara, tejiendo conspiraciones, sacrificando víctimas y caminando en el alambre en perfecta complicidad, como el matrimonio sin fisuras que parecían ser.

Sin embargo, la inestable torre ya ha llegado a lo más alto. No hay más piezas que colocar en vertical. La tarea ahora es mantenerla en pie. Y es entonces cuando, paradójicamente, la tensión alcanza su plenitud. Porque en todo juego hay alguien que pierde y otro que gana, y mientras ambos contemplan lo que han creado, el orgullo y la ambición quiebran el sentimiento de equipo y los sitúa a cada lado de la mesa, separados por la torre y con una sola silla que ocupar.

La tercera temporada de House Of Cards es casi un monográfico emocional de la relación entre el matrimonio Underwood. Naturalmente, el trasfondo político sigue siendo una parte sustancial, vertebrado en dos grandes temas; por un lado, la desesperada iniciativa de America Works con la que Frank pretende salvar los muebles y conseguir la nominación para la reelección presidencial; por otro, la política diplomática exterior en el Valle del Jordán y sus implicaciones en los vínculos con Rusia y su presidente.

Sin embargo, la realidad es que ninguna de sendas tramas alcanza para hacer memorable la temporada, al menos de forma aislada, ya que el peso de los dos personajes centrales, ahora sí desgajados en dos sujetos independientes, es de tal calado que todo a su alrededor parece desfallecer en lo inverosímil o lo insustancial. Por mucho que se haya intentado dotar de un mayor protagonismo al personaje de Doug Stamper, enredado en una intriga con final previsible e irrelevante, avivar la pasión entre Remy Danton y Jackeline Sharp, o introducir el contrapunto de Heather Dunbar como contrincante política, la serie no deja de ser Frank y Claire. Y si no, prueben a recordar un momento épico de estos trece episodios que no los impliquen de forma directa a ambos.

No, no los hay. Porque el auténtico tema de la temporada es cómo el aparentemente inquebrantable matrimonio de los Underwood se viene abajo poco a poco (con o sin torre, ya lo comprobaremos) por la misma razón que un día lo hizo fuerte; la uniformidad de sus caracteres. A lo largo de dos docenas de episodios los hemos visto como las dos caras de una misma moneda, actuando en consonancia y compartiendo sus errores y virtudes. Y eso les sirve mientras luchan para lograr su objetivo común. Pero la cosa cambia cuando esa ambición se ha visto satisfecha, al menos para uno de ellos.

Claire no quiere ser la Primera Dama de nadie; ser la telonera en los mítines, sonreír a las cámaras e ir a visitar a ancianos en residencias. Y sobre todo, no quiere depender de su marido para conseguir lo que desea. En la escena en que Frank cede en su postura y le asegura que la nominará para embajadora de EEUU ante la ONU a pesar de suponer un claro conflicto de intereses, ella se está haciendo dos huevos fritos en una sartén (más gráfico imposible). Pero una vez obtiene el cargo se da cuenta de que verdaderamente es él quien sostiene el mango y que si es necesario (y lo es) no le temblará la mano en dejarla caer. Porque Claire no se irrita por algo que ella también hubiese hecho, sino por la posición vulnerable que ocupa y que la hace prescindible cuando, en los más profundo, cree que ha sido ella quien ha convertido a su marido en presidente de los Estados Unidos (la discusión en el Air Force One del capítulo 6 es para grabarla en cinta) y, por qué no, que ella sería una buena presidenta (en los últimos compases de la campaña su popularidad lo confirma).

Mientras tanto, Frank sigue a lo suyo, desafiante e implacable, ya sea frente a la tumba de su padre, de su rival político o del mismísimo Jesucristo. De hecho, tan sólo parece bajar la guardia con su biógrafo, con quien en un juego de confesiones cruzadas alcanza una complicidad que a la postre termina por ser desmesurada para sus intereses. La misma complicidad que no logra reproducir con su esposa, a la que en ningún momento llega a entender y así reducir la distancia que los va separando cada vez más y que se manifiesta en esa brutal escena de sexo frustrado, la cual hay que entender en su correspondencia con aquella otra escena de carga erótica en la que Claire rescata a Frank en su momento más frágil.

El final de la temporada no deja de ser la última etapa de una ruptura fraguada lentamente. Los resultados de las elecciones en Iowa o el cargante desenlace de la trama de Doug y Rachel es tan sólo el acompañamiento de la decisión crucial que puede cambiar radicalmente la dirección de la serie. Pues, al fin y al cabo, ¿qué sería de House of Cards sin Frank y Claire juntos? No será hasta el año que viene cuando comprobemos si, finalmente, la torre se desploma hasta los cimientos y todo el trabajo minucioso realizado, como el de esos monjes tibetanos, no ha servido para nada.

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