Hace siete semanas, la tercera temporada de El Ministerio del Tiempo (2015-) aterrizaba en la parrilla de RTVE con la segunda mitad de su nueva entrega, que bien podría ser la última. Llegaba con la dificultad de imaginar una serie sin el maravilloso personaje de Amelia Folch (una soberbia Aura Garrido), y sobreponiéndose todavía de la salida de Rodolfo Sancho, mediante la muerte del personaje de Julián, que trastocó desde el principio la previsión de las tramas y episodios. Pero ante estas carencias y lo que ha parecido ser una batalla constante contra los elementos detrás de las cámaras, el co-creador y showrunner Javier Olivares y su equipo se han centrado en entregar el mejor producto posible, y así lo han hecho.
Digámoslo ya de entrada: la segunda parte de la tercera, y puede que última, temporada de El Ministerio del Tiempo, ha sido excelente. Como tocados por la inspiración continua, se ha entregado episodio ejemplar tras episodio ejemplar, combinando ambición en el continente con humildad en el contenido. En ocasiones una serie tarda en encontrar el tono perfecto y llega a ese punto donde el ingenio se transmuta en genio y no se puede errar. El Ministerio del Tiempo nunca ha bajado de un nivel alto de calidad, pero llama la atención que esta tanda, la más llena de retos para sus trabajadores, haya sido a la vez tan estimulante.
Sin dejar a un lado su esencia episódica, se ha apostado por las tramas serializadas (las organizaciones enemigas, la paradoja de Lola Mendieta), y los guionistas se han lucido jugando a contracorriente de buena parte de la ficción española, anclada en la repetición. Han explorado a fondo a los personajes, en sus luces y sombras, verbalizando sus conflictos (la labor y responsabilidad del Ministerio nunca había sido tan discutida) y en última instancia otorgándoles una profunda tridimensionalidad. Protagonistas y secundarios de peso tienen arcos, hay giros de guion, homenajes y referencias de carácter meta y lo autoconsciente está presente a cada paso. Y lo mejor es que no se nota nada que todo esto está maquinado.
En El Ministerio del Tiempo el carisma desbordante de los personajes y las didácticas lecciones de historia de cada capítulo han servido los mejores momentos de estas 34 entregas, y concretamente en estas siete la combinación de los dispares elementos ha salido redonda. Es el resultado de estupendas intenciones ejecutadas con primor y un profundo conocimiento del causa del proceso. Sus responsables conocen el medio lo suficiente como para ofrecer un producto netamente castizo que tiene también lo mejor de la ficción internacional (con la entrada de Netflix como co-productora forzando las referencias internacionales).
Los problemas de esta tanda de episodios, en lo referente sobre todo a la facilidad para resolver puntos argumentales y hacer un cierto encaje de bolillos desde los guiones, amén de algunos cambios notables y perjudiciales (los empleado del Ministerio, con el gran Velázquez a la cabeza han tenido muy poca presencia), se han compensado en gran medida por la eficaz apuesta de la serie por el humor, el entretenimiento y el tratamiento del espectador con inteligencia.
Como ya se ha dicho, no se puede afirmar en este momento si el de anoche fue el último capítulo de El Ministerio del Tiempo. Todo parece apuntar a que en su hogar hasta la fecha, RTVE, sí, pero no hay una confirmación oficial todavía. Pero por si acaso, se nota que el equipo ha querido ofrecer episodios de lo más satisfactorios, siguiendo el buen camino que llevaban hasta ahora pero con el peso de no quedarse con ninguna gran ilusión por detrás. De ahí que revisen y jueguen con su propia mitología como lo han hecho, explorando más que nunca el pasado de los personajes y cerrando bastantes frentes para dejar al espectador satisfecho. El propio final, sin ir más lejos, tiene una fuerza tan metafórica como emocional, y conmueve al espectador sin irse al tremendismo. Si es una despedida, al menos los responsables se pueden ir con la cabeza bien alta, y la seguridad de haber ofrecido una serie única e inolvidable. Pero a los ministéricos nos gustaría que, de tener que acabar, que sea de una manera consciente y total.