Por Marina Romero
Cinco años han pasado ya desde que llegué a esta ciudad, la ciudad de los dos clubes, la de los centenarios asomando por las terrazas, la ciudad de los cohetes tras los derbis (da igual que se lo lleve el de siempre o el de los trece años después, porque los cohetes seguirán ahí); la ciudad de los dos equipos, decía, esa en la que los dos eternos rivales son unos cuñaos que están tan empeñados en defender sus colores como en pagar la cuenta del otro, la ciudad del rojo y verde, del verde y rojo. Y yo aquí, que no me queda otra que quedarme con el naranja, el color de la precaución, el equilibrio y la cortesía. Pero también el color de la envidia sana, la de quienes venimos de fuera y no “pertenecemos”. Por eso, alguna que otra vez en estos cinco años he tomado prestada la euforia de estos equipos. El Sevilla FC me hizo sentir orgullo: un andaluz estaba entre los grandes. Las alegrías en blanco y rojo me dejaron boquiabierta. Y luego la pena me hizo enmudecer un mes de agosto. Es lo que tiene el fútbol, que te permite la licencia de sentirte parte de lo que no eres, de lo que nunca fuiste. Como ahora lo provocan en mi los seguidores del Real Betis Balompié. Estoy hipnotizada, más naranja que nunca. Indecisa. Expectante. Alucinada. De nuevo envidiosa. Mucho. Envidiosa de un sentimiento, el verdiblanco, que ha rebasado los límites que sospechaba: el de amar un color. Y da igual casi no saber por qué. Amar y punto.El sábado iré al Ruiz de Lopera y volveré a cruzarme con la mirada resoplona, cabizbaja pero sonriente de un aficionado que dice sin palabras mientras se encoge de hombros, “hija, a ver qué pasa hoy, que esto es una agonía”. La que trabaja en esto, en la entraña del fútbol, le devolverá la mirada al que paga la entrada, que es entraña misma. Toda naranja de envidia, intentaré decirle: “Es una agonía, sí, pero es algo muy bonito, no deje usted de hacerlo”. Y no me equivocaré, el aficionado bético estará ahí, sujetando una de las 50.000 cartulinas que empapelarán las gradas con los colores que ama. Y dará igual que en la calle ya huela a incienso, y que a la casa de la playa haya que darle una vueltecilla, e incluso le importará un pito que los jeques árabes se vayan a pasar estos días de vacaciones a Marbella. El aficionado bético estará ahí otro día más para sufrir su propio calvario. Sólo queda que en el césped, los once jugadores y ese hombre de Triana al que alguna vez llamaron Mesías, estén a la altura de la Pasión Bética.