Para colmo, el pretor del vestuario, hastiado vaya a saber usted ya por qué, apunta a que no seguirá dirigiendo este ludus en un futuro próximo, convirtiendo la batalla de esta temporada en una travesía en el desierto donde solo se divisa un lema: ‘Sálvese quien pueda’. Que nadie se lleve a engaño. Jamás este Athletic encontrará esta campaña el rendimiento ofrecido cuando se sintió invulnerable cual tracio ante los romanos. Y lo peor de todo es que la tropa nada en la indefinición en busca de un oasis, palpándose la desconfianza en el capataz, ignorando qué destino le deparará y sin saber qué puente tomar hacia el estadio donde pueda rearmarse nuestra fe. Todo ello, como Ulises de vuelta hacia la isla griega, medio moribundo, sorteando desventuras, trampas y a desertores, y percatándonos todos del mayor peligro que corroe al Athletic: la pérdida del sentimiento. Y no hay mayor desengaño que éste. El largo viaje que tanto mereció la pena nos tiene aún estupefactos, no tanto por las derrotas presentes, sino por habernos percatado de que nuestros guerreros más valerosos tenían su mente puesta en otra causa. Y eso hiere más que los errores de estrategia o la falta de pólvora en la contienda, porque no hay bien más preciado en este club que el orgullo de pertenencia. Despojados de este, no hay rumbo posible.
Igor Santamaría, periodista Deia