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Bodas de oro

Juan Carlos Aragón

Celebrar unas bodas de oro debe ser un éxtasis de senectud, un guiño al Cielo más propio de inmortales que de humanos, de gigantes antes que de gente corriente, porque tienes que conseguir, primero, que tu propia existencia te lo permita algo que en ocasiones no depende siquiera de ti y, segundo, que el amor dure más allá del tiempo, de los avatares del destino, de la diosa Fortuna y de las cachas de tu vecina; dicho, de otra manera, han de darse salud y amor con el dinero suficiente como para resistir durante cincuenta años ininterrumpidos, que en los libros de historia no supone mucho, pero que en la vida de las personas es una eternidad. Yo, que desde muy temprano empecé a cambiar de pareja con la misma facilidad con la que luego fui cambiando de grupo, desestimé pronto de entre mis ancianas quimeras la posibilidad de una celebración así. Y ahora que parece que por fin encuentro al grupo definitivo y a la mujer de todos los tiempos, no me queda otra que celebrar cada aniversario como si fueran bodas de diamante porque, dadas mis circunstancias, es un diamante cada año que cumplo con cualquiera de los dos y que sean muchos.

Pero ciertamente, ayer, entre el arroz y los ostiones, la risa y las fotos, el café y la tarde, el sol y el poniente, mientras mi memoria se transformaba en un bumerán que iba desde mi infancia hasta un mañana que aún no existe, atravesando las montañas del dolor más profundo y los mares de la ternura más adorable, me di cuenta de que hay una fortuna mayor que la de celebrar unas bodas de oro, y es, sencillamente, la de tener unos padres que la celebren. La unión generosa y comprometida de los padres al servicio y cuidado continuo de sus hijos está por encima de cualquier precepto moral o religioso. Es una orden que la naturaleza dio a la especie humana para, entre otras cosas, dotar de fundamento y sentido a una existencia como la nuestra que, por sí misma, no los tiene. De la generación de nuestros hijos van a ser muy pocos los que tengan la fortuna de celebrar lo que ayer celebré yo. Los modernos a menudo nos creemos que hemos inventado el amor, la pareja, la familia y las pajas cubanas, y todo lo que hemos hecho ha sido cargarnos la mayoría de lo poco bueno que nos legó el milenio pasado, legado a su vez de nuestros neolíticos instintos. Quitando las de mi hijo y mis comparsas, qué pocas fotos tengo del siglo XXI que merezcan la pena hasta las de mi nueva boda, claro. Pero aunque esta impresión sea personal, la comparto porque, por desgracia, se extiende a la mayoría de mis contemporáneos, los cuales andan, como yo, recogiendo y devolviendo a sus hijos los fines de semana alternos y la mitad de las vacaciones, mientras sus madres cobran por ello tres veces más de lo que los niños necesitan. Y una vez que se instaura este negocio de género, ya el rumbo de la historia de la familia gira en virtud del determinismo económico, que constituye el motor de la historia a través de la lucha de clases convertida en lucha de géneros en las sociedades posmodernas. Cuando una familia se separa por voluntad de sus progenitores, un género lucha por conseguir la mayor fortuna posible a través del controvertido concepto legal de “alimentos”, mientras el otro procura resistir entre la dignidad y la supervivencia sin tener que recurrir a dormir en el coche o la casa de sus padres en el mejor de los casos.
Nuestros hijos no solo no verán nunca a sus padres celebrar unas bodas de oro, sino que crecerán con el recuerdo de una infancia incompleta, afectivamente injusta y cercenada, y ordenada en muchos casos por jueces a los cuales su dolor les importa un carajo.
Anoche, al acostarme, sólo hubo una felicidad más grande que la de mis padres. La mía.
JUAN CARLOS ARAGÓN

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