Hace semanas, mi pesimismo antropológico —recubierto por un metafísico hedor de óntico fatalismo— apeló a Nostradamus para certificar la proximidad patente de un devenir inexorable hacia el fin de los tiempos. Pero los ángeles nos han concedido una prórroga. Los ángeles de la guarda de los amantes del fútbol. De los españoles, concretamente. No sé si habrá sido la intervención de la caridad divina, de los templarios de la Santa UEFA o del BCE, pero la moral del país se estaba hundiendo irremisiblemente en la ciénaga de la injusticia, la pobreza y la alienación cuando, de pronto, en cuestión de tres días, casi todos los equipos españoles se han clasificado para jugar las finales europeas. Además, equipos españoles de verdad. Nada de vascos ni catalanes. Españoles como Dios manda. Por eso ahora queremos de presidente a Émery, Zidane o Simeone: no nos dan de comer pero nos hacen felices. Los otros ni eso. Así que a Pedro, Pablo, Mariano y Alberto que los parta un rayo, que no son más que charlatanes de feria a los que nuestras miserias les resbalan por sus rábanos. Y por primera vez en mucho tiempo, ni yo mismo sé hasta qué punto estoy hablando de coña o más en serio que nunca, porque no es para menos.
Nuestros maravillosos ángeles de la guarda, quizá sin la brillantez de otras ediciones pero con más coraje y valor, nos han ido dando una alegría tras otra, y tras una emoción mayor, otra más inmensa, hasta el punto de brindarnos un simulacro de sentido y felicidad para nuestras denostadas vidas, ahogadas entre el desencanto del presente y el pánico al porvenir, que no sé cuál de los dos purgatorios tortura más. No tenemos trabajo, ni esperanza de que mejore el poco que hay, ni un horizonte despejado para nuestras temblorosas pensiones, ni para nuestra reseca y melancólica juventud, ni una prensa que se ponga de nuestro lado, ni políticos que nos representen de verdad, ni escritores que se comprometan, ni canciones que nos hagan resucitar, ni películas que nos envuelvan con héroes como los de antes. Nos hacen repetir las elecciones para que sus huevos cuadrados y depilados conejos transpiren el sudor que provoca la piel de los escaños, y se quedan inmunes ante nuestra inútil indignación: -"A mamarla, pueblo, a mamarla", se llama la balada que cantan a dos voces los leones del Congreso.
No sé por qué, pero parte de la peña progre de este país, compuesta mayormente por pseudointelectuales y —como dice mi genial amigo Libi— Chiítas de Bache, peña que —por cierto— a mí siempre me resultó más reprimida y afectada que ningún otro sector social, se empeñó desde siempre en hacer del fútbol un divertimento para incultos, elementales, adormecidos y machistas. En lo último puede que lleven razón, porque mi madre —antes— y mi mujer —ahora— tienen la manía de recoger la cena en los minutos finales y, por más que se les suplique, hacen coincidir la interposición entre tele y sofá con los últimos ataques de mi equipo. “¡Mamá, coño, quitaaaaa! -"Anda, si luego ponen la repetición 60 veces, niño"; y encima se niegan a entender el fuera de juego porque en el fondo no les importa. Así que lo de machista lo acepto (tampoco tengo yo ahora el deber moral de quitarme dos mil años de insolidaria tradición en el minuto 83 de un partido de vuelta de semifinales de Champions, joder).
Lo que no acepto es lo demás. Identificar incultura y fútbol equivale a restringir el concepto de cultura a ámbitos exclusivamente científicos o humanísticos. Y quien cae en ese vicio, además de inculto, suele ser un coñazo de tío (o de tía). En segundo lugar, el fútbol es elemental, ciertamente, y de ahí su grandeza. Pero, además, por si no lo saben muchos empollones de fular y catedráticos de boina, para organizar los complejos entresijos de la existencia se hace imprescindible contar con algunos resortes lisos, elementales, simples, sólidos y muy visibles, pues son los que en momentos de caos y confusión devuelven la sensación de equilibrio, al igual que las balizas ordenan un campo de regatas en medio del mar. Por último, el fútbol puede que adormezca la conciencia, y funcione como opio del pueblo en unos tiempos en los que ya la religión no vale siquiera para eso. Cierto también. Pero oigan, el fin del mundo iba a llegar mañana. Y ha venido el fútbol con sus goles y —de momento— nos ha dado una prórroga hasta el 28 de mayo. ¿Les parece poco? Luego ya veremos cómo se presenta la Eurocopa.
JUAN CARLOS ARAGÓN