La única excepción a la lectura como placer la constituye la Historia de Cádiz, que —al menos para mí— se convierte en lectura como dolor. Inmenso dolor el que hallo en los capítulos con los que certifico algo más que una intuición: nuestra controvertida personalidad colectiva nos sitúa fuera del mundo. Esta caribeña forma de ser —isleña universal— podría valer si en una supuesta relación civilizatoria con el mundo no estuviéramos tan por debajo de la media o, en todo caso, no nos importara. Pero lo jodido de nuestra personalidad —y ahí radica la controversia— es que sí nos importa, aunque hagamos bien poco para remediarlo; por eso la envidia, en todo caso, la reservamos para el vecino. Con el forastero no hace falta porque llega y se va, pero el vecino que triunfa nos sonroja y nos hace sacar cotidianamente las vergüenzas, más que intentemos disimularlas o —este el colmo— presumir de ellas.
Presumir de una virtud colectiva entra dentro de toda lógica local o nacional, pero en Cádiz, para fortalecer el orgullo, nos reímos de nuestra miseria, que sería como hacer de la necesidad virtud. La virtud de reírse de la miseria propia podría ser excelente si, uno, la miseria fuera provisional o producto de un accidente en vías de restauración, dos, si se cantara sólo en carnaval, tres, si no se culpara sistemáticamente al otro de nuestra situación.
Una de las menos graciosas que le he escuchado a mis paisanos sobre la mal llamada “crisis” es que “en Cádiz se nota poco, estamos acostumbrados, llevamos con la crisis tres mil años”. Cierto. Por eso: ¿dónde está la gracia? Si tú le dices eso a un bilbaíno y se ríe, es lógico. Te has burlado de ti mismo y el vasco no se lo esperaba. De todos modos, él se va a dar dos baños, se va a comer tres caballas, y en dos semanas está de vuelta en su tierra viviendo del carajo. Tú no. Tú aquí, en la “ciudad que sonríe” que, o se pone las pilas, o se va a convertir en la “ciudad que muere de risa”, eslogan que entiendo nos define mejor (por cierto, ciudad que cada vez ríe menos).
En la Historia de Cádiz, Cádiz siglo XX (Vol. IV), José Luis Millán Chivite, a propósito del localismo gaditano surgido durante el primer cuarto de siglo, nos recuerda: “Era una especie de hiperlocalismo que concentraba sus miras en una sola dirección: en su ciudad, finalizando sus aspiraciones en el río Arillo o, a lo más, en el puente Zuazo. Entre las particularidades de este localismo gaditano resaltaban, si exceptuamos su exaltación y pasión por Cádiz, tres características: su abierto antisevillanismo, el exclusivismo que enmascaraba un disimulado egoísmo y un amor a la patria chica inconsecuente y mal practicado (…), el inoperante y bullanguero gaditanismo ponía el énfasis en las exaltaciones de su bella ciudad, pero no ponía manos a la obra en las realidades prácticas que la mejorarían”. En la misma dirección, Diario de Cádiz lo resumía así: “de un tiempo a esta parte el gaditanismo consiste en ocultar las llagas que tenemos en lugar de descubrirlas para que se curen”. Un siglo después, tanto Millán como el Diario podían haber escrito lo mismo pero con cien años más de argumentos. ¿Eso es amor a la tierra? Eso es burlarse de la tierra y del amor. Antes, al menos, quedaba la posibilidad de irse a otro lugar para encontrar un trabajo digno, aunque el amor a la tierra —el auténtico, no el folclórico de 3x4— desangrara de dolor al que se iba. Ya ni eso, a menos que a tus grados y másteres les acompañen el perfecto conocimiento de otros idiomas escandinavos.
Cuando con Los Yesterday dije aquello de “Cádiz, Patrimonio de la Humanidad… un mojón pa los humanos: Cádiz es de Cádiz na más y es patrimonio del gaditano”, mucha gente lo celebró sin observar la descarnada y trágica ironía, remate de un texto en el que parodiaba el localismo recién descrito, chauvinista y fanático, hasta el punto de premiar aquel pasodoble con el “Mejor Piropo a Cádiz”. ¿“Piropo”? Si al menos hubiera sido “Crítica”… Todavía hay carajotes que me lo recriminan convencidos de que lo dije en sentido literal. Así entiendo que yo no sea el autor más premiado por nuestra academia ni el más venerado por el localismo gaditano. Pero me da igual. Me van a seguir escuchando con atención. El amor a Cádiz lo compartimos, aunque no las formas de practicar ese amor. Y esas prácticas, esas llagas, seguirán siendo objeto de mis dardos, pero no con la intención de hurgar en ellas, sino como decía Diario de Cádiz: “de descubrirlas para que se curen”, salvo que a algunos les interese que nuestras llagas nunca se cierren… Conozco a más de tres que se resisten y, sobre la miseria hecha virtud, tienen montado su propio País de Gades. Eso no vale un duro.
EL RUBIO (buscando currelo en País de Alaska)