No voy a hablar de carnaval. Si alguien lo quiere ver así es su problema. Yo dije que no hablaba más y lo mantengo. Pero es que hay una cuestión social alrededor del carnaval acosándolo hasta tal extremo que, de continuar así, del carnaval va a quedar el nombre y Onda Cádiz (al menos en el Falla): esta cuestión no es otra que la de las letras, su estandarte, su copyright, su seña sacra de identidad, su marca, su principio y su fin.
Es cierto que yo soy el primero en defender que el carnaval es —ante todo— música. Si ésta te taladra luego hablamos de las letras. Si no hay música que atrape y conmueva ya puedes escribir el quinto evangelio que no tienes nada que decir. Tanto es así que la música más difícil de componer es la del cuplé, con diferencia la pieza peor compuesta y atendida por la mayoría de los comparsistas, muy por debajo del cuplé de cualquier ilegal de calidad media. Así es también la pieza más difícil de cantar; preguntadle a un comparsista y veréis: le teme más al cuplé que a un monólogo de Vicente Sánchez.
Hace tres semanas tuve un encantador encuentro con mi selecta chusma madrileña (de las más selectas, con seguridad) y en el brillante coloquio final una señora me planteó lo siguiente: “He observado que cuando en el Teatro alguien canta algo subido de tono, la gente comenta que eso para la calle está bien pero para el Teatro no, porque el Teatro merece un “respeto”… Con lo que deduzco que la calle no merece respeto y debe, por tanto, convertirse en el depósito de toda aquella vulgaridad que no pase por el glamuroso aro del Teatro, ¿no? Pues, chico, qué quieres que te diga, a mí el carnaval del Teatro cada vez me aburre más porque es de todo menos carnaval, y ya cuando bajo sólo voy a la calle a ver ilegales”.
Tras eternos segundos tragando saliva, atiné a responder:
—Completamente de acuerdo con usted, señora, creo que está tomando la mejor y única alternativa si lo que busca es carnaval de verdad. A mí me dicen lo mismo cada vez que me ven aparecer con la torre de preferencia tapando el estribillo.
Pero no es la compostura del cuplé correcto lo único que está intoxicando el carnaval, sino también el aburrimiento y la estafa del pasodoble “cañero”, o sea, el pasodoble que parece que aborda una temática delicada o a contracorriente con la intención de mojarse y, después del relleno innecesario, aparece un final que bien podría ser el de un discurso de Pedro Sánchez. Mojarse no es salpicarse con agua bendita como si fuera Di Giorgio, ni cantar el final muy fuerte y con la mano en el pecho. Mojarse es convertir tu voz en la del pueblo, a riesgo de perder un premio y con el asegurado incremento del número de enemigos. Para muestra, aquel wasap que estuvo rulando un tiempo en el que se le pedía a Puigdemont que se aclarase porque “los comparsistas de Cádiz llevaban el pasodoble por la mitad”. No tenía gracia. Era verdad… salvo en mi caso, que ya lo tenía hecho (en catalán, por cierto).
Llevo años de encuentros y recitales-coloquios con mis aficionados. Fijaos si es preocupante la cuestión que —hasta hace pocos años— siempre había alguna voz que reclamaba la función social del carnaval, intrigada ante su creciente disolución. Ya no lo pregunta nadie. Se da por hecho que el carnaval ya no tiene ninguna función social que cumplir porque a los carnavaleros lo único que les preocupa es ganar el Concurso como sea. Y lo peor: la gente lo sabe. El público del Concurso creció en cantidad, sentido y sensibilidad en la época dorada del carnaval: los años 90. No lo sublimó como espectáculo folclórico sino como tesoro antropológico, debido especialmente a las letras. Con “el siglo dos mil” parece que todo su potencial creativo, contestatario, irónico y mordaz se ha ido desvaneciendo y descafeinando hasta el límite de que ahora los repertorios reman mucho más a favor de las corrientes que en contra. Y eso, nos guste o no, está echando del Concurso a aquel público que tanto y tan bien lo hizo crecer, y que ahora está en la calle buscando desesperadamente algo que sea carnaval de verdad. Esto lo digo ahora que estamos finalizando los repertorios de un año en el que, además de la Revolución de los Jordis, también han pasado cosas que deberían hacernos escupir antes de cantar. Después no. Cada cual es libre de comprometerse en una dirección, en otra o en ninguna. Pero no está de más que de vez en cuando recordemos las diferencias entre carnaval y Operación Triunfo.
Y volviendo a los cuplés, miren ustedes, si nos reímos con lo que después no somos capaces de cantar en el Teatro, o el Teatro se ha convertido en un pijo o nos estamos convirtiendo nosotros. Pero la señora de Madrid llevaba razón: el carnaval no es de pijos sino de gamberros, y si hay que ensuciar algo, que sea el Teatro, que la calle hay pisarla todos los días.
Y hablando de pijo como sinónimo fálico de final de cuplé. “Nabo” queda más añejo, más entrañable, más onírico, más elástico, más charcutero, ¿no? Y si hay alguien en el jurado que no lo use que no se preocupe, que se le hace un arroz con conejo, rápido y volao...
EL RUBIO (poniéndole al iglú una Torre de Preferencia)
ER chele es primero. La final del falla la ve muchisima ente, y muchisima ente no merece ver en canarzú esta obra de arte. Y mucho meno darle el placer a canarzú de que la exponga a cualquiera que no sepa lo que está escuchando. VIVa la rebolusion! Pd:como poco coco como poco coco compro