Fue penalti. Y ya no hay más. Dijo Buffon, aquel que fue nombrado Portero de Italia en los meses posteriores a la caída del Imperio Romano, que el árbitro que se atreve a pitar una “décima de penalti” en el minuto 93’ debe ver estos partidos comiendo patatas con la familia. Y el árbitro le mandó un wasap a Buffon: “el que va a comer patatas con la familia me parece a mí que vas a ser tú”. Todo por una “décima de penalti”, que aún no sé si es una expresión procedente del mismo italiano que yo usé para La Serenissima o es que los penaltis se dividen en fracciones que, si no llegan a un tercio de la unidad, no se pitan. Pero, en cualquiera de los casos, el fútbol es mágico porque es el único capaz de conseguir que me olvide del país en el que vivo y del partido que gobierna, de que mañana tengo que trabajar o de que mañana no tendré trabajo, de que soy mortal y de que el capitalismo es una mierda. Y me consta que no soy el único al que le ocurre.
Como antes la religión, hay quienes dicen que el fútbol es el opio del pueblo. Y menos mal: ¿se imaginan a un pueblo sin opio? Se matarían los unos a los otros. Con fútbol, al menos solo matamos a los del otro equipo. Aunque metafóricamente. También los hay que dicen que el fútbol engendra violencia, sociólogos de bache que ignoran que la violencia tiene su origen, precisamente, en la falta de espacios permitidos para practicarla. Homo homini lupus con fútbol y sin él. El fútbol engendra salud, dinero y amistad. Y anula los abismos generacionales. Y también engendra engendros a los que no les gusta el fútbol y desconsideran a sus amantes desde la soberbia seguridad de que la cultura es lo que ellos dicen. Follen más y lean menos. O lean mejor. Como el fútbol, que ha sabido leer como nadie la quintaesencia de la naturaleza humana. Y es más real que Dios y que el vino. Quien no sabe de fútbol no sabe una décima de la vida (parafraseando a Buffon y sin el mayor ánimo de burla). Sabrá quizá las otras nueve. Pero quien no va al fútbol es como quien no va a la escuela. O peor si cabe: a la escuela fuimos obligados; al fútbol, no. En la escuela anhelábamos las vacaciones y en vacaciones anhelamos el fútbol. No es casualidad que ambas temporadas coincidan.
A quien no le guste el fútbol lo comparto, pero no lo respeto. Puedo admitir la objeción de los que decretan el sinsentido de meter la pelota entre los tres palos. Pero a cambio denme otro sentido. ¿El ajedrez? ¿Los secretos del universo? ¿Los Girasoles de Van Gogh? Me quedo con una décima de sentido de un partido cualquiera de los que se han visto esta semana en Manchester, Madrid, Munich o Roma. ¿Tú no? Peor para ti.
Sé que se estarán preguntando si esto de hoy no es otra canción protesta. Y de las más universales, por cierto: “Con el 1, la soledad. Con el 2, el castigo. Con el 3, la lucha. Con el 4, la hierba. Con el 5, la geometría. Con el 6, la resistencia. Con el 7, la velocidad. Con el 8, la fuerza. Con el 9, la oportunidad. Con el 10, la inteligencia. Y con el 11, la elegancia”. Así, sin rima, de tanta leyenda como le sobra, de tanto pañuelo mojado, de tanta garganta muda y de tanto silencio mortal. Y si tu vista no llega hasta ahí, no sigas leyéndome hoy. Lee a Onfray a ver si se te quita el cuajo de encima. ¡Gol!
Pd.: El artículo lo he titulado “Pan y fútbol”. Solo he hablado del fútbol. Cierto. Por lo menos he conseguido que se me olvide el pan por un día.
JUAN CARLOS ARAGÓN