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A ver si Millennials descubre la vocación

Juan Carlos Aragón

Los profesores, si queremos mantener una responsabilidad seria y realista ante el futuro del alumnado, nos tenemos que ir volviendo un tanto como los médicos. Éstos no te garantizan nunca nada definitivo, ni para bien por bien que pinte la cosa, ni para mal aunque la cosa ya ni pinte. La esperanza es lo último que se pierde y lo primero que se da, aunque no sé si ya debiera hacerse al contrario porque, tal como está el asunto, es más difícil darla que perderla.

Mañana comienza el nuevo curso académico para estudiantes de secundaria, otro más, en este país tan castigado por el paro, la esclavitud, la corrupción y —lo peor— las nubes negras en el horizonte. En las aulas de primero y segundo de bachillerato ya no se respira ese perfume de ilusión en el porvenir, pues el panorama político y económico hace una década que lo impide. Quizá sea esta la mayor tragedia que esté asolando a nuestra juventud; al menos, a aquella juventud que apuesta por la entrega al estudio como principio de futuro y que, dicho sea de paso, cada vez es menor y más escuálido su entusiasmo. No es para menos. La inagotable catarata de escándalos académicos que sacude a la clase política está poniendo en quiebra la necesidad de estudiar para obtener títulos, títulos que, por otra parte, tampoco han necesitado la mayoría de los corruptos de este país para hacerse ricos (y viceversa). Como conclusión, la juventud que se sienta en las bancas seis horas al día y cuatro más en su habitación, que no está afiliada a ningún partido político ni tiene progenitores influyentes ni adinerados, tiene más difícil que ninguna otra generación responder a la tradicional (aunque ya catastrófica) pregunta del “tú qué quieres ser de mayor”, porque cuanto más mayores son más limitados van viendo los ángulos de cualquier posible respuesta.

Los que pertenecimos a aquella caterva de jóvenes que creció bajo la prehistórica máxima de “si estudias serás alguien el día de mañana” quizá fue la primera que empezó a saborear la hiel del título colgado en la pared sin que le sirviera para nada más. No fue la norma, pero de algún modo inauguró la inseguridad en los estudios como fuente de futuro. Entonces había alguna explicación. El baby boom petó la universidad y el valor de lo escaso giró hacia el escaso valor de lo abundante. Superada la crisis de la heroína, los licenciados universitarios empezaron a superar en número a los yonquis, pero también a los parados.

La realidad actual es otra. Los profesores no podemos escondérsela, pues esconderle la realidad a la juventud es más cruel que la realidad misma. Estamos social y moralmente obligados a explicarles cómo y por qué su país se ha convertido en un depósito de residuos políticos que impiden que podamos dar señales serias de esperanza en el porvenir, en ningún sentido. Tampoco está todo perdido. Por supuesto. Hay que seguir luchando. El único gran inconveniente es que la necesidad de luchar va desapareciendo del ADN occidental generación tras generación, y es extremadamente complejo convencer a la juventud de que “la tierra es para quien la trabaja”, a menos que aparte un instante la mirada del móvil, de la boba serie de televisión y que deje de celebrar que su madre ha encontrado un trabajo por 600 euros.

No sé quién mierda les habrá inculcado la inútil mentalidad de que lo importante es el dinero y nada más. El dinero no es lo importante, sino lo escaso. Cuidado con la confusión. Lo importante es la felicidad. Y una de las distancias más cortas para no conseguirla es precisamente estudiar bajo el criterio y la meta de lo económico. “Carreras que tienen salida, que no la tienen…”. La salida la tienen o la dejan de tener las personas, no las carreras, coño ya.

Hace décadas que no oigo a ningún moderno psicopedagogo insistir en el decreto infalible de la vocación, hoy más infalible que nunca. Si ningún porvenir económico está asegurado hoy día para nadie, solo podrá aspirar a la felicidad aquella gente que se deje conducir por la vocación y haga aquello que realmente le guste, le llene, le satisfaga y le realice. Y quién sabe si por estos motivos, además, le sobreviene alguna —incierta, pero alguna— posibilidad de estabilidad económica. Más difícil lo tendrán sin duda quienes suspendan su vocación, pues así estarán comprando todas las papeletas para quedarse sin la felicidad y sin el dinero que, aunque haya retrasos culturales que establezcan relaciones de causa y consecuencia entre dinero y felicidad, no tienen nada que ver (aunque las dos sean necesarias, obviamente, no vaya a salirme ahora alguien diciendo la pollada de turno, que me la veo venir).

La vocación hay que descubrirla. Y a veces está más allá de lo que enseñamos en las aulas, que tampoco es tanto. La vocación está dentro. Es una parte fundamental del alma. Si la encuentras, vete con ella y manda a la mierda todo lo demás. A lo mejor no te da de comer; a lo mejor sí. Pero si te vas con ella, que te quiten lo bailao (que en esta sociedad cada vez se baila menos).

JUAN CARLOS ARAGÓN

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  1. Paco

    Poesía para el pobre, poesía necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto, para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.

  2. Luisa

    ‌ciertisimo. Asi tengo a mi hijo