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Sentirse vivo

David Torres

Esta semana ha sido especial, sensorialmente hablando. Que no haya Liga te permite, como periodista, centrarte en otras prioridades, saborear otros momentos y ver las cosas con una perspectiva más pausada, más reflexiva, a fin de cuentas, más clara y más real.

Ha sido, te decía, una semana plagada de emociones, colectivas e individuales y he descubierto que la verdadera energía que mueve nuestras vidas es precisamente eso: sentirse vivo.
Sentirse vivo es ver como tus compañeros de redacción crecen y maduran entre carcajadas a tu lado. Sentirse vivo es comer con amigos por el puro placer de verse, saborear una taza de café mirando a través de la ventana, disfrutar del momento en que pones manualmente en hora un reloj. Sentirse vivo es percibir el olor que tu mujer deja en el pasillo cuando se va a ir de casa, comprobar como tu hijo ya sabe hacer sumas “llevando” o disfrutar cuando tus padres se sonríen (Y no cambian sus roles) al igual que hace 40 años cuando se casaron. Sentirse vivo es mirar a alguien y ponerse en su lugar aunque no pienses como él. Sentirse vivo es llorar de alegría o de pena. Es lo que le faltaba a Andreas Lubitz para jugar con la vida de los demás. D.E.P.
Pero sentirse vivo es también comprobar que en este proceloso mundo del fútbol, salpicado de millones de euros, de juicios por amaños y de mucha canallada, hay otras puertas que se abren como la del Equipo de Discapacitados Intelectuales del Levante, con quienes tuve el otro día el placer de entrenar. Difícil acordarse de todos los nombres, imposible olvidarse de ningún rostro. Lo que sentí aquella tarde-noche en Quatre Carreres es difícilmente descriptible. Me sentí como un dios idolatrado, como un modelo de persona al que muchos pares de ojos miran anhelando un gesto de cariño, una palabra, un detalle… Me sentí vivo. Volví a creer en las personas, porque los dioses son ellos en su día a día.

Un abrazo y un beso que jamás olvidaré

Todos son especiales, todos son personas como nosotros, pero más cariñosos, más generosos, más auténticos. Más felices quizá y con menos ambages. Son, puro corazón. Vicente Herrero tenía razón cuando me dijo: “trabajar con estos niños es una experiencia que te cambiará la vida”. Y así es, amigo Tatón. No te lo dije, pero cuando llegué a casa tenía los ojos llenos de lágrimas de emoción. ¿Y sabes por qué? Porque en mi afán por aprenderme todos los nombres llegué a uno de los jugadores del equipo y, al decirme que se llamaba David, le dije: “Hombre tocayo! Te llamas como yo”. ¿Y sabes lo que hizo él? Me dio un abrazo y un beso en la mejilla con un cariño inusitado, de esos que te hacen que todo se te menee por dentro y los pelos se te pongan de punta cuando lo recuerdas. Difícilmente descriptible con palabras Tatón. Gracias de nuevo por dejarme vivirlo y aquí tienes un voluntario para entrenar con tus EDI cuando quieras.
Pero es que, amigo lector, sentirse vivo es lo más grande que hay, es esa satisfacción plena que a nadie le pueden quitar porque forma parte de su ser. Es esa energía que te hace creer a pies juntillas que el primer equipo del Levante se va a salvar o que el Valencia CF puede luchar por el título de Liga porque… mientras hay vida, hay esperanza. Porque mientras las matemáticas no digan lo contrario, y aunque la razón y la estadística pongan trabas en ese anhelo, esa energía que te hace sentirte vivo nadie nos la puede quitar. Ni a la afición, ni a los que hemos vivido ya títulos de Liga, finales de Champions, dobletes históricos, ascensos jerezanos o campeonatos del Mundo. Nadie puede, ni debe, conculcar esa pasión, esa ilusión y esa emoción, porque eso es el fútbol, sentirse vivo, sentirse parte de algo más grande que te hace ser aún más gigante. Es ir el día después de la victoria de tu equipo al cole con la camiseta blanquinegra o la granota. Es, ¡Narices!, lo más grande que hay. Es lo que mueve el mundo, al menos el que yo conozco. Feliz semana… Santa.
David Torres
Delegado ElDesmarque Valencia

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