En España hay unos cinco millones de videoconsolas “modernas” —PS4, Switch…— y cada año se suman al parque unas seiscientas y pico mil Playstations, unas trescientas cincuenta mil Nintendos y unas noventa mil Xbox. Con ligeras bajadas y subidas, esto significa que cada doce meses hay un millón de videoconsolas más en los hogares españoles.
Esta cantidad de consolas es más que suficiente para tener a un par de generaciones entretenidas con Fortnite, GTA, Call of Duty, Fifa y demás. Para deleite de muchos padres, la expansión de los videojuegos ha hecho que se reduzcan considerablemente otros vicios como el alcohol, el tabaco o las drogas (¡bien!). Eso es lo que dice, al menos, este gráfico del Sistema de Vigilancia de Riesgos para los Jóvenes del Departamento de Salud Estadounidense (el equivalente a nuestro Ministerio de Sanidad):
Soy un fiel defensor de los juegos electrónicos. Más que nada por coherencia conmigo mismo: agarré el joystick con nueve años y no lo he soltado hasta la fecha. Empecé con Oh, Mummy!, Harrier Attack, Chuck Yeager, Budokan, Tetris… y he llegado a 2020 disfrutando de Gran Turismo, GTA y de buenos shooters tipo Call of Duty.
Así era el mítico "Oh Mummy!". ¡Dios, qué tardes pasé revelando cofres y huyendo de las momias!
Siempre hubo en mi caso, eso sí, un uso normal y adecuado a los distintos momentos de mi vida. Hasta que no me mudé a vivir solo —con 28 años…— no gocé de tiempo “infinito” para jugar, y para entonces estaba más que domesticado como para no pasar más de dos o tres horas seguidas jugando, siempre y cuando tuviera todos los deberes hechos (esto es, el trabajo y los estudios al día).
Mis padres se encargaron siempre de desenchufarme a tiempo, de obligarme a salir a la calle a echarme las rodillas abajo, a jugar al fútbol, aunque fuera muy malo, y a tirarme por cuestas imposibles con la bicicleta. También tuve la suerte de contar con un padre que me explicaba los mil y un usos de un ordenador, por lo que “solo jugar” era algo que se me quedaba corto con cualquier máquina.
Así que no me queda más que ir al grano. Se acabaron los preliminares: los culpables de la adicción a las consolas y a los móviles sois vosotros, los padres. Unas veces por falta de conocimiento sobre lo que piden y disfrutan —veo a niños de 9 años jugando a GTA V—, otras por desidia y otras porque mientras los peques están en la habitación no están por la calle cogiendo el Coronavirus, cayéndose de la bicicleta, peleándose o siendo raptado por una banda de albano-kosovares para vender sus órganos en el mercado negro.
Sí, no mires a otro lado. ¡Es un coñazo enorme oír llorar a un niño! Y en la habitación, calentito, con el mando, poquita luz, unos auriculares y el famoso “Modo Online” está seguro. Un Colacao a media tarde, una tostada y que siga dándole al mando. Lo peor que le puede pasar es que coja una tendinitis en el brazo, se fastidie alguna articulación de los dedos y poco más.
Te equivocas. Esto provoca ciertos problemas para el desarrollo infantil. A pesar de que avanzamos hacia un mundo digitalizado casi por completo, hay numerosas interacciones que se realizan en entornos de carne y hueso. Y ahí hay que hablar, gesticular, convencer… ¡comunicar! Cada año recibo en las aulas a decenas de jóvenes que, a pesar de estar en el ámbito universitario —o, incluso, en posgrados—, tienen dificultades importantes para expresarse.
No hablamos de faltas de ortografía, que ya deberían ser inadmisibles en la universidad, sino de la incapacidad para expresarse correctamente y con soltura. Esta habilidad se cultiva practicándola, y aunque en las modalidades online es posible comunicarse con auriculares y micrófono, valorar un buen tiro, reírse de la “muerte” de un contrincante, o hacer una estrategia común para afrontar una partida, son interacciones insuficientes como para adquirir ciertas habilidades sociales que son fundamentales.
Ya lo habréis oído por ahí mil y una veces: tu hijo o hija no son tus amigos. Eres su educador y debes restringirle el acceso a determinadas cosas hasta que su madurez intelectual sea la adecuada para utilizarlas. Eso conlleva tolerar ciertas dosis de incertidumbre: ¿qué estará haciendo mi hijo en la calle ahora?, ¿habrá algún desconocido intentando agredirlo?, ¿sabrá defenderse en caso de una pelea en la calle con sus amigos?
La respuesta a esas preguntas suele venir determinada también por la educación y el entrenamiento recibido en el hogar. Una chica bien entrenada huirá de una pelea o, al menos, no las alentará; se alejará de los desconocidos, dirá “no” a fumarse un cigarro y empleará su tiempo en la calle en jugar y oxigenar su cerebro. Será puntual con los horarios y si va a retrasarse encontrará una forma de avisar en casa.
Por lo tanto, es importante adoptar un sistema educativo en casa que nos sirva a todos para enseñar lo que son la frustración, los incentivos cuando algo se hace bien, los retos, la importancia del aprendizaje, la competitividad… Cuando para eso sea útil una videoconsola, la emplearemos. Y cuando sea un obstáculo en el proceso, la eliminaremos de la ecuación.
En la saga literaria de Mara Turing, de la que soy autor, me preocupo de que los jóvenes sepan la diabólica dualidad a la que los someterá el mundo al que vamos: programa o sé programado. No hablamos solo de saber introducir comandos en un ordenador, sino de la actitud que tenemos ante el bombardeo de estímulos externos que nos distraen de un objetivo y que nos puede convertir en los habitantes de Hamelin sin que seamos conscientes de ellos.
Educa a tus hijos para que cuando vean al flautista sean capaces de discernir si es el momento de seguirlo un rato o de apartarse de él, y siempre, siempre, siempre, tengan la capacidad de distinguir entre un faro en medio del mar que puede guiarles hacia su objetivo —¡los niños deben tener metas y objetivos!— y un flautista que solo busca entretenerlos sin ninguna finalidad.