Karl Marx, que no le tocaba nada a Groucho, inmortalizó aquello de “la religión es el opio del pueblo”. Mucho después, el escritor y futbolero uruguayo Eduardo Galeano le dio una vueltecita para proclamar que “el fútbol es el opio del pueblo”. No sé realmente cuál de los dos tenía más razón. Lo cierto es que el puñetero Coronavirus se lo ha llevado todo por delante. O casi. Nos ha quitado el opio, pero nos queda la vida.
El inopinado confinamiento al que nos condena ha quebrado la existencia de muchos, entre los que me encuentro, vaciándola de sentido. De pronto, te levantas por la mañana y no está el fútbol; de ningún tipo. Ni el del estadio los fines de semana, ni el de la tele, ni el que se desgrana en los Medios, ni el del partidillo de los jueves con los colegas barrigones; ni siquiera hay niños jugando en el patio de la urbanización. El mundo se ha quedado en pause y no sabemos cómo sobrellevarlo. Y menos sin nuestra droguita.
Al principio, te valía la metadona de Hacendado de algún partido histórico, de las cábalas sobre cuándo volverá la liga, de cómo llevan los futbolistas este momento apocalíptico…Ya no resulta suficiente. Más de dos semanas sin fútbol es demasiado y lo peor es la incertidumbre. No ver en el horizonte una fecha cierta para revivirlo.
El ‘mono’ se va haciendo insostenible. Qué no daría yo por un vigoroso Osasuna-Alavés, incluso por un Numancia-Elche con los dos equipos en mitad de la tabla en el último partido de la competición. Oh, my God, qué trepidantes me parecerían esos partidos otrora denostados, cuán bellos verían mis ojos sus voleones orientados y sus minutos y minutos de no pasar nada. Dios mío, dame un Leganés-Mallorca, aunque sea, o llévame contigo.
Porque el ser humano no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde. Ya lo decía el otro día Oliver Torres, futbolista del Sevilla y para nada filósofo: “Antes éramos felices y no lo sabíamos”. Seguramente ellos, los futbolistas, lo eran mucho más que la mayoría de los ciudadanos de a pie, pero no debemos olvidar que son el elemento esencial de esa pastillita ansiolítica que llamamos fútbol.
Éramos felices, digo, entre otras cosas por tener a mano esa pasión de efectos narcóticos que nos evadía de la realidad. Ésta, la realidad, se ha puesto infinitamente más fea de lo que ya estaba y ahora la tenemos que afrontar a pelo, sin opio que nos distraiga. El coronavirus ha cortado el suministro de nuestro camello.
Esa realidad se ha vuelto distópica y cruda en estos días. Andas por la calle en busca de pan con la sensación de que un francotirador te va a disparar su ira desde el balcón, cruzando tu mirada cohibida con otros habitantes de la serie de zombies que protagonizamos, embozados en mascarillas de desconfianza, separados por metro y medio de angustia y miedo.
Sin el opio del fútbol, no tenemos más remedio que darnos de bruces con los problemas, acentuados por el cataclismo económico que se avecina. No obstante, aún nos queda la vida, la que estamos descubriendo en el Día de la Marmota de la cuarentena. Ese ser humano de al lado que apenas conocíamos y resulta que es hasta simpático; el mundo interior de uno mismo que el bosque de la rutina diaria no nos dejaba ver; la empatía y la solidaridad arrinconadas por un egoísmo casi imprescindible para sobrevivir en esta sociedad depredadora.
Ojalá nos quede un mínimo legado positivo de esta pesadilla infame, ojalá la lección deje un poso de aprendizaje; ojalá los aplausos no vuelvan a ser puñaladas de desdén. Porque el enemigo invisible acabará claudicando y volveremos a disponer de nuestro opio a mansalva. Y porque, como dijera el poeta estadounidense Robert Frost, “en dos palabras puedo resumir todo lo que he aprendido acerca de la vida: que sigue”.