Casa Betis: restaurante gurmé, comida de batalla

El crecimiento del Real Betis bajo el mandato de Haro y Catalán ha sido espectacular en prácticamente todos los ámbitos: el económico, el social, el de infraestructuras…falta el deportivo, que es cuestión de tiempo. Esto no lo digo yo, lo dicen ellos, lo cual dice muy poco de su conocimiento de la empresa deportiva y, más concretamente, de la futbolística. Lo que no tiene que parar de crecer en un club de fútbol es precisamente lo deportivo. De lo contrario, lo convertimos en Casa Betis, un restaurante gurmé con comida de batalla.

Y me remito al título del artículo para intentar desmenuzar figuradamente el dislate que subyace a esa afirmación de partida. Háganme el favor de imaginarse por un momento un bar o restaurante cualquiera que funcione con éxito principalmente por su buena comida, la relación calidad-precio y un servicio cercano. De esos que no tiene un local excelso, pero que está lleno siempre. De los que apenas necesita más publicidad que el boca a boca. De los que se convierten en altares para sus fieles por la calidad de sus viandas y caldos. Uno de esos bares o restaurantes que está a la altura de la Guía Michelín aunque nunca consiga formar parte de ella.

En Sevilla, se me viene a la mente el Yebra de hace cinco lustros, aunque seguro que habrá muchos en ésta y otras ciudades. Un sitio de culto culinario donde te servían delicias en platos comprados por mi abuela para tomar en sillas de enea ante una fachada descascarillada.

El cuchitril destartalado convertido en remozado local gurmé

Imaginen ahora que ese bar-restaurante lo cogen unos exitosos empresarios en distintos sectores que, pese a su absoluta inexperiencia en la hostelería, le van a dar el giro definitivo hacia el éxito. El cuchitril destartalado se convierte de pronto en un remozado local gurmé en el que se van a vivir experiencias místicas con la comida. Se remodela la carta, se echa al cocinero de toda la vida y se ficha uno nuevo cada diez días. Se apuesta por una nueva cerveza puntera a través de un beneficioso acuerdo económico. Se quita de en medio a los veteranos camareros de mandil churretoso y tiza en la oreja, y se ponen en su lugar venus y adonis que tardan seis horas en servirte pero que te dejan aturrullado por su belleza.

La vieja barra empercochá ha dado paso a solemnes salones y el negocio se posiciona en TripAdvisor. Sólo tiene un problema: que la comida que sale de la cocina es de batalla un día sí y otro también, que los vinos se avinagran al servirse, que la cerveza está mal tirada y que el servicio tarda un verano en traerte el plato. Todo ello, a precio gurmé. Y, claro, ni contenta a los nuevos clientes ni mucho menos a los de siempre. Porque el restaurante es una maravilla…hasta que se abre.

Lo único importante es lo menos importante

Eso es el Real Betis de los últimos años, una empresa donde lo que debería ser clave es anecdótico y donde lo único importante es lo menos importante, al menos temporalmente. El único año de los últimos en que funcionó el restaurante da la casualidad de que había vuelto uno de los cocineros veteranos para supervisar la labor de un gran pinche que se creía que estaba en El Bulli y valoraba más la elaboración que el resultado de los platos. Y que acabó yéndose peleado con la clientela porque, habiendo inventado él la cocina, no se le comprendía.

Ése es el Betis actual, un maravilloso establecimiento con un sindiós en la cocina. Una multinacional de la carne con tomate donde lo único que falla es la carne con tomate. Un maravilloso Titanic al que lo único que le falta es flotar bien. Un grandioso club donde sólo estorba la dichosa pelotita.