Los aguafiestas
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En las películas alguien tiene que hacer de malo. En el fútbol, con permiso del árbitro, ese papel está destinado a los porteros. Es algo que asumimos con naturalidad por cuanto su misión es impedir lo que todos quieren: el gol. El portero, decía Galeano, es el aguafiestas. Impide el orgasmo que supone ver cómo el balón choca contra la red. Pero además vive en soledad. No sólo estéticamente, encerrado en su área, sino popularmente. El portero es la diana de todos en cuanto falla lo más mínimo, pero es invisible mientras haga bien su trabajo.
Siempre me viene a la cabeza aquel partido en Nervión en el que Sergio Canales se presentó al mundo. Su exhibición tumbó al Sevilla FC, recuerda todo el mundo. Pero jamás habría sido posible sin otro recital, el de Coltorti, el portero del Racing, sepultado por la zurda del hoy jugador del Real Betis. A su compañero Joel Robles le ha tocado ahora dejar paso a Claudio Bravo. Su pecado ha sido, tras salvar no pocos puntos de los que ha acumulado el equipo en 2021, calcular mal una salida en la jugada clave del derbi. ¿Es justa la decisión? Por supuesto. El entrenador debe colocar entre los palos al que le dé más seguridad, y eso es totalmente subjetivo. Pero es otra crueldad más que añadir a la solitaria vida de un portero.
En la otra acera, Tomas Vaclik se empequeñece para la hinchada al mismo tiempo que a Bono, con justicia, se le empieza a comparar nada menos que con Andrés Palop. Hace unos meses, el sevillismo temblaba cuando el checo se lesionó y Bono, que había fallado en UNA jugada, tenía que ponerse los guantes. El rendimiento de Vaclik, sin ser estratosférico, supera al de todos los porteros que ha tenido el Sevilla FC en el último lustro. Ahora se le vilipendia sin piedad y se le achaca que no haga milagros cuando le toca jugar. Su figura se diluye entre su maltrecha rodilla y las paradas de Bono, que ya hasta marca goles.
Cuando marca un portero, el aguafiestas pasa a ser el rey de la misma. En Sevilla hemos tenido este fin de semana doble ración, para que nadie se quede con bronca. Los goles de Bono para el Sevilla y de Dani Rebollo para el filial del Betis suponen un clímax futbolero. No por el premio en sí, un empate en Valladolid y jugar una fase de ascenso para un filial, sino por ver cómo marca el único jugador que tiene guantes. Sus goles recuerdan lo injusta que es la vida de un portero, que tiene que escapar de su prisión, el área, para ir a encontrar la gloria que siempre se le niega.
Lo hizo Esnaola en el Calderón en 1977 y Palop en Donetsk 30 años después. El bético dejó herido para siempre a un mito entre los palos, Iribar. El sevillista, por si fuera poco, hizo triplete en aquella Copa de la UEFA: marcó (al Shakhtar), asistió (a Adriano en la final) y paró (a Torrejón el penalti que daba la copa). Ver a Rebollo apretando los puños, ya solo en su área, compunge. La balanza siempre se inclinará hacia el lado de quien marca un gol y no de quien lo evita, aunque ambas cosas pesen exactamente lo mismo. En estos tiempos de pandemia todos nos sentimos un poco portero. Sin poder salir del área, esperando en convertirnos en Bono o Dani Rebollo. Aguardando a que nos hagan una señal con el brazo para escapar y correr hacia la gloria que ahora se nos niega.