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Sierra de la Demanda: De Fresneda de la Sierra al Pozo Negro
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Sierra de la Demanda: De Fresneda de la Sierra al Pozo Negro

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Sierra de la Demanda. Burgos. De Fresneda de la Sierra al Pozo Negro Otero, 2.045 m  DEDICATORIA: A Marian, para que no me olvide  CITA: ¡Llamadla, por favor!, díselo, viento!: antes de que naciera la mañana, puse un ramo florido en su ventana; ella sabe que he vuelto, que la espero bajo el pino, muy cerca del sendero, cansado, sin dormir, tal vez herido; mas no viene hacia mí, no ha comprendido; ¡gritadle todos juntos que la quiero! (Miguel Cuadrado)

Y aunque la tengo frente a mis ojos, cómo me cuesta imaginarla… Es verano, cinco de julio, recién iniciado, Agatón, por citar un santo breve.  El estío es, y la muchacha tiempo ha que de la primavera agonizante se escapó al otoño flameante, donde la naturaleza arde en un incendio de colores. Octubre revienta, y la mujer, por mor de la explosión, se halla camuflada entre las chispas, entre las llamas, entre el reflejo del sol sobre el fuego de la tarde...
Ilusión cromática como esta que se describe sólo es posible al noroeste de la sierra de la Demanda, en Fresneda de la Sierra Tirón, pueblecito al que se llega partiendo de Pradoluengo carretera de Ezkaray. Sobre la pista está el hombre, que era otro y bien lo sabe, una cara, aunque un tanto forzada, que tiende a la sonrisa aunque está en la pista buena, firme, la que buscará uno a uno los ríos que en ascenso van camino, o descienden, del Pozo Negro, laguna que se asienta en un circo glaciar, y que bien mirada no es negra, sino más bien azul, o verdosa, indefinible, en fin, como los ojos de una diosa.

Desde Pradoluengo, refugio de cazadores, se ha escapado ella hasta Fresneda cuando aún era un trozo de mi ilusión. Me mira a distancia  y me ve fulgurante plantado en la mitad del camino. Sol y sombras, los ojos le chispean, la sombra es para mí, la luz, para la vegetación que se eleva, verde, amarilla, roja, cobriza, el cielo está limpio hasta de azul, no clarea, está difuminado, es el efecto de la luz de la mañana que crea ilusiones y vacíos en lo alto.
Si hay un horizonte para mí, para ella existe un mural de tono verdoso en la base, y marrones ardientes en la cima, donde la vista se pierde. En la mitad, al fondo, al pie de la montaña, vaquitas pastando. Al frente, en primer plano, pertrechada con su propia ropa de pelea, aparece ella, la que vive en fuga, blanco jersey, gafas oscuras por lo de la fama, pero a mí no me despista, ni me confunde, la conozco bien, sé que es la autora de esta maravilla otoñal que rescató de una mirada y clavó en la pared de esta sala de la casa de los sueños, junto al dibujo de la montaña palentina, al lado también del camino que, entre árboles, nevado, busca el Gorbeia en un tiempo inmemorial.

Se trata, su fantasía otoñal, de una senda amplia de barro, roturada por la rueda gruesa, y por la bota del caminante, pausado, tranquilo, sosegado, ése soy yo, de espaldas a ella, de cara a la realidad, modelo suyo, una vez más, y sin saberlo, gusta de mis espaldas como yo de su pecho, me gusta verla de frente, mirarla a los ojos, sellar mis labios en su boca y dejarme ir con su cariño, aún sin ella, pirómana ocular de bosques otoñales, arde octubre y ella se planta en mitad del camino apoyada en su bastón, como si el incendio no fuera con ella, sombras la protegen, la ocultan, la disimulan hasta el punto de que para un ser que no la conociese podría ser tanto un duende como una bandolera.
Si bandolera tiene, como posesión, la carga al hombro, o en riñonera, nada de cartuchos ni de pólvora, se desprende ágil de ella, y de su interior extrae la máquina que imagina en cada ´clic´´, fotometrea el aparato, mide la luz, luz total de la que yo soy el paradigma: mi camisa rosada, mi pañuelo del Athletic Club, blanco jersey, pantalones claros, y mi faz valiente y noble, el cabello parece un pedazo de vergel, bendito otoño que al fondo ya dejas ver los ríos, o los arroyos, Reoyo, Ticumbea, del Pozo Negro, y cada corriente con su barranco, que camino del pozo de los deseos las sendas se confunden y se empinan, y se tornan selváticas…

Cuando la ruta se normaliza, cuando la coherencia preside la marcha, es tiempo para ella y su descanso, en cuclillas, cara de india sin flechas al ladito de arroyo vaporoso, rodeada de un suelo festivo sobre el que en las piedras han buscado acomodo los confetis de las hojas caducas. El suelo así, mullido, es un colchón sobre el que la muchacha flota, y hasta sería capaz de dar un saltito de rana con sus botitas de goma…
El libro de rutas y viajes por la sierra de la Demanda describe un itinerario laberíntico para alcanzar las aguas del Pozo Negro. Pero en la realidad todo se resuelve situando al hombre en un bosque de hayas desnudas y suelo de piezas de musgos que parecen animales al acecho. Ubicado en medio del hayedo, ella le sigue con su mirada. Lo deja ir y se le acerca cuando juguetea detrás de un árbol musgoso y viejo clavado en la ribera del que será el último de los arroyos, fresca el agua, aparece la luz, por fin, al final del túnel. Un poco más allá de él, la Demanda se expande con sus numerosas colinas.

Arriba, flotando, un cielo muy azul; abajo, arrodillado, una sonrisa con motivo, porque ella, predestinada, alcanzó el pozo y se recostó en su orilla, como adormilada. Delante de una zarza de cresta de gallo, su vista, perdida, sueña, con lo que tiene detrás, el pozo azul añorado, el de los deseos, el que llaman “negro”, el de origen glaciar. Rodeado de tierra salvaje y labrada, las aguas del pozo cobrarán un tono verdoso cuando sin miedo me deje, ayudándome en los matorrales, caer a su orilla, charca de contrastes, limpia y sombría…
Mas el pozo, no por ser objeto de deseo, es el hito de este viaje, papel interpretado por el pico Otero, una cumbre de 2.045 metros a la que se llega por un sendero que sale hacia el oeste y luego gira hacia el norte…Ascendiendo laderas de hierba rala y roída, en cuatro pasos cubriremos la subida, alternándonos ella y yo, que le robó su bastón a la tierra ciega; a pecho descubierto y haciendo muecas al viento; sentada sobre los matorrales con gafas de estar vendiendo en una tómbola para ciegos. Y a medida que la pendiente se acrecienta, el pozo que se va achicando, de tal forma que arrojar hacia él una piedra y violarlo resultaría tarea ingrata.

Así que mejor no se intente tal labor y afánense, ella y él, en hollar, en coronar, privilegio femenino, en este caso, ya que en la cumbre del Otero no hay peligro de barranco o precipicio. Gracias a la  bondad de esta montaña, podemos gozar de una fotografía de manual: agachada, rodeada de piedras, el bastón en una mano, la otra apoyada en el cohete donde se escriben las altitudes. Y el hito, piedra mayor, un trozo de muralla que deja  ver al fondo la cordillera, Cuál, Una más, y el cielo inmaculado, y su cara, de ensueño…e irrepetible.
Y cuando nuestro gozo parece irremediablemente hundido en el pozo, se oscurece levemente el cielo por el vuelo de los cazadores. Vuelan, sí, a ras de tierra vuelan, con sus vehículos magníficos de ruedas enormes de esas que todo lo que surcan, así la piedra como el barro, ya el agua como el fango.

Se dice de ellos, de los cazadores, que son hombres vacíos. Pero en sus ratos de ocio, contagiados por la hermosura del paisaje, se convierten en seres parecidos a nosotros, con gustos similares que coinciden en que desde el pozo hacia el sur la naturaleza es un valle fecundo, como tocado por la mano de Dios hasta llegar a Monterrubio de la Demanda o Barbadillo de Herreros.
Tienta la majada y el sotobosque, atrae, fascina lo  verde cuando hacia el crepúsculo avanza la tarde, mas hay tiempo para aventuras y nuestra meta es volver, pero no un  volver cualquiera, sino un regresar un poco en ´jeep´ y otro poquito andando. Y todo gracias a un guarda parques voluntariamente exiliado de su tierra leonesa, o vallisoletana. Gracias a él, la vuelta a casa es distinta, y nos permite gozar de otra laguna, escondida está a nuestros ojos en todo libro o  mapa. Desde lo alto, el agua fría agitada por el viento; desde arriba, yo, serio, ella, sonriente, la ladera es pedregosa.

Otro día. Y si no lo es, debe serlo para que todo cuadre, la luz, en primer lugar, que mucho ha crecido de la fotografía 19 a la 20, foto robada e indigna de ser publicada, porque, a ver, diga ella, dé la cara de una vez, si habría aceptado salir en este cuaderno de viajes orinando, para mofa del lector que exclamaría, al modo infantil… “¡Ando, ando… Una meando!”
Me toma de lado en un bosquecillo haciendo mis necesidades como una bestezuela. Luego me sigue y me ve cuando me uno a otras, las ovejas, que se vuelven a mi rostro como si la expresión de mi cara les trasmitiera algún mensaje. Ovejas, lana y balidos.

Mujer, niqui de marinerita, expresión altiva, modelo que posa en el valle más hermoso, quizás el de Urbión, montañas tostadas por el fuego del sol del mediodía, ella, en el camino, a mi lado, sonríe, qué más puede uno querer, que le den un bastón de mando, o de sostén, llevar anudado al cuello, siempre, el pañuelo del Athletic, y caminos dibujados, y laderas preciosas.
Luego, su espalda, su espalda ancha, sosteniendo una mochila, mirando hacia donde yo miraba para admirar el dorado otoño en la sierra más querida. Y así, mirando hacia el infinito, se eterniza, sin miedo a que yo me pierda, yo, el niño más travieso de su escuela que encerró en un bosque tupido de hayas como un tesoro en un cofre se guarda, como oro molido en un paño recogido.
Un artículo para ElDesmarque Bizkaia de Luis Mari Pérez 'Kuitxi'.

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  1. Mercedes Landia Zugazaga

    Comunión perfecta, amor y naturaleza.

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