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Fontibre, hacia Bárcena Mayor por la calzada romana
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Fontibre, hacia Bárcena Mayor por la calzada romana

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Kuitxi

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Poco, nada sabe el río de reyertas e inmoralidades. Lo suyo por estas tierras es nacer, nacer sin descanso, como si la madre tierra fuera una máquina de parir hijos, hijos que resultan ser en esencia  iguales, pero, al mismo tiempo, todos diferentes, así dijo Heráclito que eran las aguas de un río y así deberá seguir siendo, quién osa contradecir al sabio-filósofo si la suya fue la mayor de las verdades: “Nadie se baña dos veces en el mismo río”. 

Acerquémonos, si no, hasta Fontibre, enclave separado de Reinosa tres, cuatro, cinco kilómetros, qué distancia es ésa para nosotros, que acumulamos en nuestras piernas distancias inimaginables. La única pega, que el trayecto es todo por carretera, para los coches, y por acera, para los peatones, que somos nosotros, hay que ver cuántos adjetivos se le pueden añadir a un ser humano en función de la actividad que realice.
  Ahora avanzamos cual somos, luego nuestra condición es la de caminantes, pastorcillos, como antes ha quedado dicho, que acuden a una cueva para asistir al nacimiento de algo que Jorge Manrique dijo que es como nosotros, vida humana, río que no siente, son la misma cosa, nacer, caminar y morir, tierra para el hombre y la mujer, agua para el río, y en ocasiones el ser  humano y el río comparten su fosa o su nicho, luego de la incineración, cenizas arrojadas al mar, y nosotros en la playa, viendo cómo a su orilla llega la ola arrastrada por la fuerza de la materia y el espíritu humano, pues este último, como dejó dicho Einstein, siempre que convengamos que el espíritu existe y es energía, ni se crea ni se destruye, se transforma, nadamos sobre un mar hecho a base de agua salada y del polvo en el que se convirtieron los seres humanos que nos precedieron...  Estamos en Fontibre. Font. Parece que la palabra nos evoca una fuente. Aquí, en la tierra, una grieta se abre y provoca una surgencia. Como a Jesús le sucediera, el río, es decir, la vida, la palabra, escogió un lugar humilde para nacer: una caverna, alejada en un primer momento de los ojos de la gente, pero descubierta un día, sería un pastor, como suele suceder con lo grandioso, que si una cueva prehistórica, que si un objeto volador no identificado, que si una virgen...

Y desde entonces, visionario de un futuro halagüeño el ser humano, el lugar del nacimiento se adecenta: estatuas, puentes, calzadas, verjas, capillas y flores, lo terrenal y lo divino tomados de la mano, es el misterio de la vida lo que une, qué más da que sea río o bebé, la visita es obligada, y el pasmo, y la fascinación, quedarse absortos observando esa pequeñez que a no mucho tardar arrasará, en cualquiera de sus dos condiciones, pueblos y ciudades, ahogando a su paso la vida que nació con fecha de caducidad, que más da  fenecer con siete años o noventa, qué diferencia hay entre el río que a los pocos kilómetros se entrega a otra corriente y el que desde su nacimiento hasta su desembocadura será uno, grande y libre, como se dice de una patria que yo me sé...  El hombre caminó con el debido cuidado que exige la húmeda roca hasta situarse sentado en la  proa del barco que parece esta piedra,  nave equidistante de las dos orillas, el Ebro es grandullón ya de mantos, el hombre que viste de claro mira la fuente, la virgen, que se ha vuelto de piedra, dando la espalda a la mujer, lleva sus ojos al futuro, a ese mar donde será nombrada patrona y protectora de los navegantes, la del Carmen, que es de todos, la de ´la Guía´, sólo nuestra, ´jarrilleros´ ´mareantes´ por la sidra y la marejadilla. Aquí, en Fontibre, donde el Ebro nace, nos hemos dado cita los dos tipos de adoradores: ella, como barakaldesa, festeja a la Virgen del Carmen; yo, por mi cuna portugaluja, le canto a la Guía y le pido “ que ampare nuestro querer”. De momento, la patrona se está portando, ni un reproche, que, si no, no estaría yo en este lugar junto a ella, la que observa estas aguas oscuras, el trono de roca en el que me asiento y los árboles custodios.
  La virgen, en su pedestal, es de lo más pequeña, como si quisiera ser ella también el río recién nacido Por su modestia, me abrazo a la cilíndrica piedra que la sostiene a la vez que la mujer se aleja de mí para, con otra perspectiva, descubrir por qué orificio de la tierra ve la luz de este mundo el río. No acierta, pero sí nos da una ligera idea, troncos de árboles, un panel informativo, una fuente artificial, escaleras de piedra, barandillas de metal...y rocas que circundan el agua a modo de acantilado. Todo está ´encima de´, luego el río surge debajo de la tierra, es el agua, que brota culminando el ciclo que nació cuando el vapor ascendió del mar hasta los cielos, que continuó con la formación de la nube, y luego el frío, y la condensación, y la precipitación ora líquida de lluvia, ora blanda de nieve, ora dura de granizo, y la tierra seca que enseña la lengua para saciar la sed.   Después de la recogida, ese subterráneo y laberíntico correr hasta encontrar un resquicio por donde mostrarse al mundo en resurección. Resucita el agua, somos testigos, y la virgen, también, y da la impresión de que el resurgimiento de las aguas es motivo suficiente para encender en mi cara la alegría, al final, según el poeta, río y ser somos lo mismo, y si el río nace y muere eternamente, será que nosotros debemos correr una suerte parecida, o idéntica, cumpliéndose, así, mi más profundo deseo, si no el único que a la vida le pido, ahora que me muestra ésta, como yo, su expresión más agradable y atractiva.
  Voy, por este parquecillo en que han convertido el pesebre del Ebro, a paseo, y ella me sigue, y, como a la serpiente de Martí, “entre las ramas la veo y por el agua camina”, ramas de primavera, verdes de muchos tonos, rojo color de sangre o de vino, y el tronco amarillento de postal. Las primeras aguas del río parecen quietas, todo se ha detenido, como yo, que adelanté la pierna derecha para construir un paso y elevada la puntera de mi bota se ha quedado, la pierna izquierda, esperando su turno, qué remedio, y la calzada de aspecto romano a mi izquierda, para qué fue construida si por ella no camino, lo siento si la desprecio, pero denme siempre a mí un suelo de hierba mullido y quítese la piedra que evoca esta ciudad asfixiante toda hecha de grava y galipó, de ladrillo, de cemento y de hormigón...  Luego de cuatro secuencias, es tiempo de la mujer. En esta película de nuestras vidas, yo la mostraría al lector más a menudo, pero ella, por timidez, o cualquier otra razón que se me escapa, se aparta de mi objetivo como gato que la ardiente comida rechaza. Ahora, sin embargo, sí, ahora es su tiempo, manos en los bolsillos de su forro polar, en la ribera del río hace un descanso.

En la ribera, sí, río prodigioso que al poco de nacer se ensancha, fertilizando la vega, crece la hierba de una manera salvaje, florecillas amarillas entre lo verde, ramilletes que nacen del lecho, árboles que, anclados en el ´muelle´, se inclinan hacia el río como si quisieran de él beber sus aguas, abusadores, dejad que esta vida madure, ya tendréis tiempo, será larga su existencia, os cebareis con él en mil y una sendas, habrá puentes para evitar el nado o el vadeo, puentes romanos, medievales, y si le queda al hombre vida para ello, tal vez Norman Foster  o Calatrava, diseñan uno moderno en Logroño o Zaragoza, ciudad por excelencia hermanada con el Ebro, donde correrá oscuro, sin embargo, esas aguas marrones y opacas que me dan miedo, y se desbordará algún día, muriendo, así, al mismo tiempo que mata. Pero de morir y muerte no hablemos, que eso no nos corresponde, seremos noticia algún día, mas nunca los redactores, desgraciadamente...  Un salto en el espacio y en el tiempo...y héme aquí, formando con mi cuerpo una cruz, los pies juntos, compartiendo, como le ocurrió a Jesús el Nazareno, el mismo clavo. Dónde me hallo. Es una puerta mi guardaespaldas, un poco más alta que yo. Sobre el dintel, en una hornacina, descansa la virgen, siempre erguida, muy pocas veces sedente, cuando toca amamantar, algún pintor atrevido la retrató ofreciendo al hijo su pecho, la virgen de pié, observando al mundo y a sus criaturas, que le han construido una ermita, una capilla, una iglesia, lo que ella tomó con su objetivo no me permite concretar, sí decir que la puerta que da acceso al corto camino de piedra que lleva al templo es de barrotes de hierro negro, puntas afiladas, parecen lanzas.

Se abrió la puerta, no fue cerrada, y desde lo profano, la muchacha nos muestra lo sagrado jardín de hierba y flores, pared engalanada, pero la puerta, cerrada, como en ese duelo en el que ´la familia no recibe´, Dios, hoy, no está para visitas, confórmese el visitante, tenga fe o no, con su madre, pan y circo, o, lo que es lo mismo, una virgen de escayola y a la intemperie.  También está ella sin el abrigo de un techo. Está sentadita en un muro, muy salada, pero no sabría decir dónde, hablo de pueblo y de día, si fue ayer en Fontibre, hoy en Bárcena de Pié de Concha...o mañana en Dios sabe dónde, porque Dios sabe, ¿no es cierto?, eso es lo que me dijeron de pequeño. Sabe de ella Dios, la más importante de todas sus criaturas, y esto lo digo porque está a mi lado, y todos somos Dios de alguna manera, sus botas, su vestimenta tan suave, qué indefensa, y, a la vez, qué bonita se ve alzada a ese muro que marca la frontera entre la carretera que forma parte de un ´sendero de gran recorrido´ (reparemos en las dos rayas unidas, una roja, la otra blanca, que alguien pintó en un pétreo poste de luz)... y ese bosque fecundo de flores y árboles, domina el verde de manera abrumadora, cuatro o cinco casas se ven, es cierto, a pesar del camuflaje, que apague el fuego aquel que lo encendió en su hogar, que el humo de la chimenea lo delata, o quizás lo que desee es que alguien a su morada se acerque, Será una bruja mala, será un pirata honrado, ella, que en los dos ve siempre a Hansel y Gretel, me dice que no conviene acercarse, que le da en la nariz que aquella es ´la casita de chocolate´, golosos somos los dos, mas no caigamos en la tentación. Amen...
  Desparece, antes tuvo que posarse de un saltito en el suelo, luego, caminar hasta dejarme bien centrado en el ruedo, plaza es la vía de un solo toro y una única matadora, perdónenme la alegoría, a mí, que un día hice publico mi odio al torero, pero la situación se presta al ejercicio de un metáfora continuada, así que humille yo la cabeza, que ella me enfila con el acero de su espada.
Y voy a rendirme a mi terrible suerte, siento en mi cuello la fuerza del nudo de mi pañuelo, cómo entregarse, cómo, si el Athletic me habita, dejémonos de salvajadas y centrémonos en las casas, detrás de las cuales se asoma un orondo montecito, verde, liso, algunas zarzas salteadas. Los edificios son elegantes y de reciente construcción, y si ya tienen sus años, demos al restaurador el mérito que se merece, pues da la impresión de que a sus propietarios de siglos atrás el magnate les acaba de entregar las llaves.

Tienen, como las que son genuinamente de pueblo, su muro de piedras encajadas una a una, sus largos balcones de madera, y tejado sobre las buhardillas, y hacia su izquierda se prolongan como en cordillera que aúna picos de edades diferentes. No es mal sitio este pueblo, sea el que sea, para vivir, Demasiado alejado de la urbe, dirá alguien, la eterna polémica, la paz o el ajetreo, la reflexión o la confusión de ideas, la mansedumbre o la lucha despiadada del género humano.  Presiona suavemente un ´botoncito´ y me transporta con su imaginación desde el pueblo hasta este collado, tan sólo el inconfundible color de las tejas de las techumbres, allá, en el valle, el cielo está densa y oscuramente nublado, dejan ver la nubes el valle, sí, y las laderas de los montes, pero las cumbres, cubiertas, merecen, nunca mejor dicho, ser llamadas “cumbres borrascosas”.

Nos podíamos haber dirigido hacia ellas, pero se decidió subir a estas alturas que las enfrentan, un claro se abre, y el caminante se detiene obedeciendo ajenas voluntades. Quizás  no habría querido que se viera este gesto de fatiga, pero ahora resulta irremediable, por eso, sin nada que perder por mi parte, declaro que ella y yo, sabiéndolo, o siendo ignorantes de ello, caminamos en incursión por la Sierra de Bárcena Mayor, sierra que tomó el nombre del pueblo que se esconde en su corazón, o tal vez fuera al contrario, que los primeros habitantes de este pueblo, del que dicen que es, si no el más viejo, uno de los más antiguos de la península ibérica, que sus gentes aquellas pioneras, decía, escucharon el eco de un grito lejano y, quedándose con el cantar, bautizaron su poblado, Bárcena Mayor, Y por qué Mayor, diría entonces alguien, Mayor de vieja, Ah, y así comenzaron su andadura.  Nosotros llevamos ya un buen rato andando por andar, que es la manera más placentera de ir caminando. Partimos a la sierra desde nuestra Bárcena de Pié de Concha hospitalaria, y, una vez en lo más alto, resultando un gozo el caminar por la pradera mullida y lisa, tiramos hacia adelante, a la buena de Dios, que nos lleve el camino adonde quiera, antes, una foto, mía, cómo no, no se cansa esta mujer de retratarme, total, para qué, si no cambio en espacio tan breve de tiempo, y el paisaje, ya lo ven, como en la foto anterior si no fuera por el suelo que piso, arcilloso, barro que se dispersa como si, en la imagen, la lluvia que entonces caía estuviera cayendo de verdad.

Es la escena como uno de esos cuadros de pintores italianos tales como Caravaggio y Gentileschi, lienzos barrocos en los que uno se fija y da la impresión de que el viento mueve la ropa de los figurantes, de que la sangre corre luego de la herida, de que el odio de los rostros se expande por las salas del museo. Quizás haya exagerado un poco, pero, puestos a volar, quién es nadie para  cortarme las alas..  Ella, no. Y de momento, gracias a la defensa numantina que le opongo al asedio brutal al que me somete mi propio pueblo, errado o ciego, surco los cielos cual estrella errante que se resiste a perder su propia luz. Alado soy, pero ave con los pies en el suelo. Quiero, sobre todo, estar muy cerca de ella, para que sienta mi respiración...y cada uno de mis latidos, encerrado el corazón en su jaula de huesos representa mi apariencia externa la vida que dentro de mí se agita, me resisto a perderme yo...y a perderla a ella, Evita de un salto el mar, le digo, y aférrate al grueso tronco de esta palmera que crece en ese pequeño islote donde parece que nadie cabe, tú, sí, sin embargo, tú, que dices las verdades que me devuelven a la realidad.
  Es un pequeño lago esta inmensa campa, me apuntas, Y lo del medio no es un árbol cocotero, sino uno más de esos vértices geodésicos con los que a menudo nos encontramos; éste, a diferencia del resto, destaca por tener dos cuerpos muy evidentes, el que nace en la tierra, o en ella clavaron, piedra cúbica descomunal, y el cilindro que de su superficie crece cual periscopio con el que los seres subterráneos (nos miran, mujer, nos están mirando)  otean el horizonte. En la cara frontal hay una placa verde que tú pareces señalar con la mano, frase lapidaria, nombre de calle, no serán números, acaso el nombre de un pueblo, indica el limite que al ser rebasado altera nuestro ser de ciudadanos.   Parece la tierra la hierba, o el planeta donde habita el ´Principito´, que eres tú, sólo te falta la corona, a ilusión nadie te gana, se necesita tan sólo una flor, que aquí no hay, todo es pasto que al ser pisado despide hacia lo alto el agua, un geiser en cada huella, gozas tanto al caminar que sonríes, eres feliz, has encontrado tu mundo, un planeta hecho a tu medida, el horizonte está ahí, tan cerca, tienes yerba para pisar, y no asfalto, agua pura en vez de vino, y una isla, el trono es tuyo, a él te agarras y me dices.

No me lo quitarás, y bien sabes tú que no, que jamás te causaría daño, tan sólo te pido que compartas tu riqueza, qué haría Eva sin Adán, lo mismo que Gretel sin Hansel, igual que ´Perrunilla´sin ´Madaleno´, o sea tú sin mí, el final de los sueños, te morirías de tristeza, o si viva, vida amarga como dicen que amarga es la hiel, yo no la he probado, me fío de los que la han paladeado, aléjese de mí, de ti, de este mundo desierto por el que paseamos, ni un grito de socorro, ni un lamento, ni un llamamiento a la guerra, el paraíso, por fin, ya lo hemos encontrado, es un sendero, una etapa, la que nos tocó vivir, que forma parte de un trayecto de Gran Recorrido, si continuáramos andando, llegaríamos a Bárcena Mayor, lo acabamos de leer en una de esas señales de madera que clavan los guardas forestales en los campos con el fin de que los montañeros no se pierdan. Lo hemos leído, he dicho, o tal vez estamos  a punto de hacerlo.   Sea lo primero, sea lo segundo, nos haremos sabedores de la distancia y el tiempo que de la vieja Bárcena nos separan. Fue un corto diálogo el nuestro, tras el cual, habiendo mediado pros y contras, decidimos dar la media vuelta y regresar por el mismo camino que hasta donde llegamos nos había traído. Nos quedó, y aún se mantiene, la pena de no haber completado la ruta que une, o separa, las ´dos Bárcenas´, el camino se ocupa de lo primero, la sierra, de lo segundo, esta vez no pudo ser, quizás si en el desayuno hubiéramos planificado el día, pero ya se dijo renglones atrás que iniciamos la marcha sin un objetivo claro, Bárcena Mayor quedará para mejor ocasión, cuando de salida combinemos tiempo y luz, a fin de que ella no sufra por perder el rumbo o caminar a oscuras...
  Consideremos, pues, nuestra retirada a tiempo como una victoria, no nos dejemos engañar por su cara compungida, engañan las apariencias, no son pucheros lo que pone, nos está pidiendo el mimo, la caricia, el beso, el abrazo. Y no es lugar, sino todo lo contrario: cuando el camino tuerce a la derecha en curva, dos árboles (jamás me cansaré de  elogiarlos), dos árboles, decía, extraordinarios, fascinantes, surgen de repente,  la tierra los sostiene, y las piedras que los rodean, y también las que conforman un muro, de vivas que son parece como si hablaran, y si no lo hicieran, deberían, pues ya quedó escrito que tal era su labor una vez que Jesús “el enviado” se callara.   Ellas, las maltratadas en la ciudad, las de la mala fama por carecer de ojos, son en la ´Comarca del Besaya´ las que denuncian las miserias de la ciudad y las bondades del campo, andar y andar, nunca nos faltará una piedra que nos recuerde de dónde venimos y dónde estamos, quiénes somos no nos dirán, no lo sabe nadie, tampoco ellas, es trabajo de cada uno, introspectiva labor, como se dice, mirarse hacia adentro, meditar, reflexionar, y si algo novedoso se saca en claro, quedémonos con ello, y guardémoslo en el corazón, ese cofre del que brota la sangre, la vida... el río.  De regreso al valle, haciendo un alto en el camino, me doy la vuelta y os miro, a vosotros, mundo que sois en ella reflejado. Vosotros también me miráis, se trata de aguantar un momento las miradas que se enfrentan. Los ojos no engañan, y los míos os dicen que, como el Besaya, río somos que un día (¿bueno?... ¿malo?) nació para caminar salvando obstáculos hasta llegar, prematuramente o con retraso, hasta ese desconocido mar en el que flotan o navegan los que en esta tierra nos precedieron.
Por Luis María Pérez, 'Kuitxi', exfutbolista, mendizale, narrador de viajes y periodista

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