Tributo a George Best, el genio autodestructivo
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George Best. Chico de Belfast. Chico bonito. Niño precoz. Conociste antes la euforia y el efecto dormidera que provoca la ingesta de alcohol que el primer orgasmo con una de esas tías buenas a las que tan pronto sonreías. Con ellas te acostabas en un descampado de tu Belfast natal a la luz de la luna.
Ahora que miras y no ves porque la oscuridad te rodea, envuelve y te hace preso, ahora, sí, ahora y ya por enésima vez, me pregunto cómo pudo ser que un chico que lo tenía todo se viera en la necesidad de ponerse hasta el culo de alcohol. En los bares, tabernas, pubes y clubes sociales de Belfast, Manchester, Londres y otras ciudades y pueblos de cuyo nombre no quiero acordarme.
Cuando debutaste como profesional con los ´diablos rojos´ de Old Trafford, tú tenías 17 y yo tan sólo cinco años. ¿Cómo acordarme, pues, de tu juego descarado?, de tu fútbol de fantasía fabricado por tu derecha prodigiosa a base de un esférico de oro amarrado a tu bota, control orientado, mirada alta, arrancada brutal, conduciendo por la izquierda (como manda el tráfico de circulación de Gran Bretaña), por la derecha (burlando la ley). Un lujo que sólo se pueden permitir los genios, y las estrellas que brillan a pleno sol de las cinco en el ´Teatro de los sueños´ en el que mi Athletic Club...
Asís Martín, cuando se le va la olla a tu Belfast natal, me llama el ´George Best jarrilero´… ¿qué por qué lo de compararme contigo?... Cosas de él, que una vez estuvo en Belfast y no para de cantar las maravillas que encierra esa ciudad en la que la inteligencia humana brotó hace 5.000 años, cuando el Bronce, y no el oro ni la plata, era la medida de todas las cosas).
Del Teatro de los Sueños, te estaba hablando, ese en el que lo onírico rebrotó cuando los leones de San Mamés le metieron un meneo de cuidado a los ´red devils”. Sería porque tú no estabas en el verde, ni en la tribuna, soterrado aventurero emperrado, antes de tiempo, en saber de primera mano si habría vida después de la muerte, o muerte después de la vida.
De la tuya, esa que fuiste capaz de congelar con ´güiski´ y mucho hielo brindando deteriorado cual guiñapo desde la cama de un hospital para que los chicos bonitos de Belfast, uno de los cuales habías sido tú en su tiempo, se estremecieran contemplando los devastadores estragos del alcohol en el cuerpo humano.
Al mismo tiempo que, a la cámara mirando, palabras de súplica dejabas en herencia: “Recordadme como el futbolista que a la grada de Old Trafford era capaz de encandilar con aquellas diabluras que me salían de las entrañas, del instinto. Conducción con la portería entre ceja y ceja, regates en carrera y a balón detenido, fintas, amagos cuando me paraba en seco para que mis marcadores acabaran rendidos a mis pies.
Pobre portero, solo ante el peligro, tiembla, razones tiene, porque sabe que soy letal, mortífero como el alcohol que generoso corre por mis venas con el único socorro de un hígado que acabará pidiendo auxilio y no hallará sino un bisturí que lo siegue, como la mala hierba que crece en algunos estadios cuando el verano llega y los operarios se van de “weekend”.
Desde el más allá, o, lo que es lo mismo, desde el menos aquí, os confieso que me arrepiento, no tanto por los excesos que cometí hasta el deceso como por la paz, y la alegría de vivir que, más allá del fútbol y sus misterios, podría haber disfrutado al lado de él, de George Ivan Morrison.
Mi amigo del alma, ese león que nació ocho meses y dieciséis días antes que yo en el 125 de Hinford street, Belfast. ¿Qué tendrá esta atormentada ciudad que engendró gigantes como Gulliver ante la mirada fantasiosa del dublinés Jonathan Swift? Capaz de ver un ser humano descomunal donde sólo hay roca de colina por mucha nariz que el escritor creyera ver en lo alto de Cavehill, una de las varias colinas que vigilan esta ciudad en cuyo fecundo astillero se forjó, hasta ser botado con la correspondiente botella de champan hecha añicos, el Titanic.
Gulliver. Titanic, transatlántico de lujo nacido para morir en su primera travesía (10/4/1912) que le llevaba de Southampton a New York. Pobres marinos, pobre tripulación, la culpa no la tuvo el señor capitán, no se emborrachó, fue un iceberg, un trozo de hielo (23:40 del 14 de abril de 2012, a 600 km al sur de Terranova). Eso que salieron ganando Leonardo DiCaprio y Kate Winslet encaramados a la proa, cabellos al viento de la noche, Celine Dion canta para ellos ´My Heart Will Go On´ mientras Kate extiende sus brazos en cruz.
Corría 1968. Mi quinta temporada con el '7' del United a mis espaldas. Me habría gustado tenerlo a mi lado en el momento de levantar la Copa de Campeones de Europa (la primera del Club). Pero estábamos muy lejos el uno del otro desde que a mí ´me llevaran los diablos´ y él se fuera con la música a otra parte.
Mientras yo hago historia con el ´ManU´, mientras ejerzo de tercer miembro de la ´Holy Triniti´ (Santísima Trinidad), junto a Boby Charlton y Denis Law, levanto la primera Copa de Europa del club de mi vida al mismo tiempo que rompo en llanto por los ausentes, aquellos que cayeron en el 58 en aquel fatídico accidente de aviación en el aeropuerto de Munich. Alegría y llanto, sí.
Alegría porque, para entonces, a los 22 años, ya había conseguido todo lo que en mis sueños me había propuesto e imaginado: superestrella del fútbol, coches lujosos, mujeres de bandera. Y todo ello sin renunciar al alcohol, esa muleta a la que recurría aunque no tuviera el mínimo atisbo de cojera.
Llegué, incluso, hasta a desafiar a la derrota. ¿Marcarle un gol de pañuelos al Liverpool o acostarte con Miss Mundo? Y resultó que, por no hacerle ascos a una de las dos propuestas, conseguí tanto lo uno como lo otro.
Siguen en Manchester los fastos por la conquista de la corona continental, y allí, al otro lado del charco, mi amigo Van Morrison le está poniendo música y letra a esa infancia, adolescencia y prematura juventud que habíamos vivido y compartido con tal intensidad que convierte su alma en carne viva.
En el 74 terminó mi periplo en el United, que es como decir que terminó para mí el fútbol de verdad. Me convertí en estrella errante. Recorrí el mundo de equipo en equipo. Pero ya no volví a ser lo que en Old Trafford era. El declive. Sin prisa, pero, al mismo tiempo, sin pausa. Lo tuyo, Van, sin embargo, fue un recorrido a la inversa.
Tu mamá, Anne Withers, se murió en el 78, esclava de su edad y las doctrinas del alcohol que a rajatabla seguía. Y ni eso, Georgie, te hizo renunciar a la bebida, a esas jumas que agarrabas incluso cuando estabas en el aire de un programa televisivo: “Terry, i like screwing” (me gusta follar), y de seguido te arrepentiste, pediste perdón, algo que no termino de entender porque: ¿Es que acaso los niños vienen de París… o una cigüeña los deja caer hacia la tierra en pleno vuelo?
A mí me gustabas tú. Tu influjo hacia mí fue como esa atracción fatal que sufren los planetas con respecto a esa estrella gigante que llamamos Sol. Pero como fuiste tan precoz, y tu marcha del United, tan temprana, debo confesar que tu esencia más pura reposaba en el desván de mi memoria.
Para mí, Georgie Best, siempre serás aquel futbolista rebelde que jugaba con la camiseta por fuera del pantalón, una licencia sólo al alcance de los genios en botella teniendo en cuenta la rigidez normativa de la que hace gala la Premier. Tu camiseta por fuera, sí, y tu fútbol de fantasía.
El mejor de todos los tiempos
George BEST ha sido clave en la vida, como futbolista, de Kuitxi. Las diabluras de George le encandilan a todos. No sé dió cuenta que el alcohol le mataba, tanto futbolísticamente como físicamente. Será recordado como el mejor futbolista de su tiempo.