Mis marcajes en mi infancia son, fundamentalmente, tres. Tan fuertes han sido que me han dejado una imborrable huella. Voy a hablar brevemente de ellos. El primero tiene que ver con los perros. Concretamente con uno del Ojillo y que se llamaba Mai. El pobre perro, maltratado por amigos y enemigos, mordía rabioso todo lo que encontraba. Yo le tenía un miedo cerval. Mai debía olerlo porque enseguida iba a por mi.
Y yo corría más veloz que un rayo. Lo malo es que por la noche tenía unas pesadillas horrorosas. Para colmo, y quién sabe cuánto de Freud podía haber ahí, se me tiraba y permítaseme la expresión a los huevos. Más tarde he tomado afecto a esos animales tan fieles a los humanos pero la sombra de Mai no ha desaparecido.
El segundo marcaje me lo hicieron los cabezudos y muy especialmente el que llevaba una careta de negro. Yo oía los chasquidos de las vejigas golpeando a alguien y me echaba a temblar. Más aún, en cuanto escuchaba al txistu que acompañaba a gigantes y cabezudos salía corriendo a refugiarme en casa. Ahora si oigo un txistu me emociono. Pero la sombra de los cabezudos con sus correspondientes pesadillas no se ha borrado.
Por último quiero señalar las ilusiones y el sufrimiento que me producía el Athletic Club. Rezaba para que ganara y me entristecía profundamente si perdía. Tanta era la presencia del Athletic en mi alma que si perdía disminuía mi creencia en Dios. En este punto sigo igual. Gozo y sufro. Si Unamuno decía que por la mañana se levantaba creyendo en Dios y por la tarde se acostaba incrédulo, yo sólo digo que, gane o pierda, siempre resuena en mi interior el Aupa Athletic!
• Por Javier Sádaba Garay, filósofo, Catedrático honorario de la Universidad Autónoma de Madrid y athleticzale