Bizi Ametsa: En busca del billete dorado
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Para mí la gabarra Athletic es un ente abstracto. Un dogma de fe. La elección del vídeo número 3 de la colección de El Correo los sábados por la mañana desayunando con mis hermanos. Incluso un tema incómodo cuando compartes velada con veteranos que lo vivieron en primera persona, por no tener ni una triste anécdota que aportar al cancionero popular.
Porque los que pertenecemos a las últimas generaciones de los 80, la única Gabarra que hemos visitado ha sido un bar de pintxos. Todo lo demás es un sueño que acariciamos con la punta de los dedos, pero nunca llegamos a alcanzar.
Heredé de mi familia la pasión por el fútbol y el deseo de volver a ver al Athletic surcando la Ría de Bilbao custodiados por un sinfín de embarcaciones. Deseé muchas veces ser yo la que esa tarde no tuviera colegio, la que fuera a hombros de mi madre o acompañara al equipo en mi BH azul a lo largo del margen de la Ría hasta la capital del mundo.
Lo deseé en cada partido desde que tengo uso de razón. En cada competición. En cada eliminatoria. Pero siendo realistas, mi infancia no estuvo marcada por el mejor Athletic de la historia. Atesoro más temporadas rezando por evitar el descenso, que anhelando una copa nueva para la vitrina.
La primera vez que acaricié el gusanillo de vivir una final de manera consciente fue aquel 23 de Enero del 2002 en que el Athletic remontó un gol de Zidane, dejando la semifinal a la espera de una sentencia en el Bernabéu. Etxebe y Urzaiz me devolvieron la esperanza de pertenecer al equipo ganador por una vez en la vida. Por desgracia, una semana después Raúl y Guti marcaron las 12 en mi reloj y me convirtieron en calabaza de nuevo.
Tres años más tarde, el gusanillo volvió a aparecer. Esta vez con mucha más fuerza. Al fin y al cabo, pocas semanas atrás acabé saliendo a hombros de La Catedral tras una épica remontada ante el CA Osasuna. Nuestro equipo estaba haciendo una temporada increíble y todo apuntaba a que por fin iba a saber lo que era llegar a una final. Pero una vez más, la suerte no sonrió y los hombros volvieron a casa más bajos, cargados de decepción y tristeza.
Por las tres finales que sí conseguí vivir prefiero pasar de puntillas. El Barça me ha roto el corazón más veces que cualquiera de los adolescentes acneicos que pasaron por mi vida.
Pero esta vez la cosa es distinta. Las posibilidades son dobles y las ganas son triples. Esta vez ha vuelto una ilusión que se había esfumado. Los sueños se abren paso de nuevo entre tanta pesadilla y la esperanza comienza a desembarcar como un 6 de Junio en Normandía.
Este sábado los ochenteros tardíos desenvolveremos nuestras camisetas con el anhelo de encontrar el billete dorado que nos lleve al ansiado reino de los veteranos, donde los sueños se hacen realidad y las anécdotas cobran vida propia.