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Infeliz Navidad política 2015
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Infeliz Navidad política 2015

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Juan Carlos Aragón

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Este artículo llega con un día de retraso porque se lo encargué a Papa Noel, y los cuernos de sus renos se quedaron atascados en las puertas del Congreso intentando buscar el regalo que le pedí para mi país y que no han podido traerme: la felicidad política.

Si algún inquieto rebusca en los manuales de la filosofía clásica, descubrirá con insuperable desazón que uno de los requisitos indispensables para que el individuo alcance la felicidad absoluta es —necesariamente— la felicidad política. Quieras o no, habitas un espacio y un tiempo gobernado por gente de una casta distinta, de una madera que ni la peor polilla descuartiza y quebranta, que ni el fuego más abrasador convierte en ceniza. Puedes llamarlos dictadores, tiranos, reyes, generales, jefes o políticos, como más te guste. Lo de “políticos” suena más civil, pero sólo es una manera más de nombrar al gobernante, que aunque nazca del pueblo y, en teoría, viva y muera por y para él, al ponerse al servicio del Poder, se va separando de su cuna y su tumba sean éstas cuales fueren. La felicidad política se consigue si la citada separación que siempre se da sólo afecta a la estructura superficial del sistema social en el que vives. Con eso es suficiente. Si atraviesa a la profunda, cual es el caso de nuestro desangrado país, la felicidad absoluta es, por definición, imposible. Dicho de otro modo: la felicidad política no consiste en que los políticos nos hagan felices, sino de que no nos impidan serlo. No se confunda nadie. Si nuestra felicidad dependiera absolutamente de ellos, aviados íbamos. Es más bien al contrario. Su felicidad depende de nosotros, del brindis de nuestra confianza, de nuestra esperanza, nuestro sudor, nuestras lágrimas y, llegado el caso, de nuestra sangre. Ellos y nosotros no somos los mismos. Mi venerado Benedetti lo retrató con su habitual magisterio y ternura poética en su célebre Ustedes y Nosotros, al que quizá yo le hubiese añadido 5 ó 6 cuartetas más, con sus mismos endecasílabos asonantes, pero que me reservo para algún episodio aún incompleto de La Guayabera.
Me lo esperaba. El anunciado final del bipartidismo se ha convertido en la desunión certificada del propio pueblo que lo padece. Y lo padece, precisamente, porque la mama de ellos. Consiguen incluso convencernos (convencerlos, convenceros) de que la negociación es difícil cuando, en realidad, negociar fue el oficio más fácil que existió desde el principio de los tiempos. Siempre bastó con que uno de los negociantes consiguiera hacer ver al otro —o a los otros— de que su producto era mejor, más rentable o más barato. Pero esta gente no sirve ni para eso. También sucede que sus productos no son ni baratos ni rentables, ni para ellos ni para nosotros. Por eso andan hechos un tremendo lío. No están negociando. Están intentando joderse porque ninguno ha ganado: todos han perdido, los unos a manos de los otros y viceversa, a sabiendas de que, en todo esto, abajo hay un pueblo, un país que espera y desespera, sin saber a qué médico acudir ni en qué colegio matricular a sus hijos.
La cena de Nochebuena fue entrañable, como hacía años, o como todos los años, o no lo fue, según el caso. Papa Noel trajo unos días en Sierra Nevada, o colonia, o un carajo metido en manteca, según el caso también. Hay muchos casos particulares. Pero un caso es común. Somos hijos de un país enemigo de sí mismo, autoenfrentado. Y, como hijos que somos, nos merecemos la paz de una maldita vez, valga el oxímoron de la paz maldita. Tengan en cuenta Ellos —los que Benedetti llamaba Ustedes— que Nosotros estamos hasta los huevos. Que algunos incluso nos estamos llegando a dar cuenta del circo y el teatro que están montando ante nuestras narices como si fuera una escena real. Que ya no queremos ver más la tele ni oír la radio, ni que nos hablen, ni que nos miren. Que sólo queremos un país gobernado por gente decente, con una oposición decente, y con unas mentiras que aunque no nos las creamos ni nos hagan felices, al menos, no sigan siendo el único obstáculo real que impide nuestra felicidad absoluta. Que el amor y la salud siguen corriendo de nuestra cuenta.
JUAN CARLOS ARAGÓN

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  1. Andrés Nuñez Serrano

    Se equivoca usted señor Juan Carlos, no existe el ellos y el nosotros. Quien nos dirige, es exacta y matemáticamente un reflejo de lo que somos los españoles, de la ignorancia de un pueblo que sólo existe estéticamente y sirve como falso dogma de fe para quien aún cree en esas frivolidades. Muchos besos maestro y siga luchando por ser libre. Saludos.

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