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¿Divino tesoro?
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¿Divino tesoro?

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Juan Carlos Aragón

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Si se me apareciera un Aladino y me ofreciera otra vez los 17 años le diría que no, que mejor un Land Rover. Si a la seguridad de haberme equivocado de fecha y lugar para vivir, le sumara una adolescencia en el presente actual, teniéndola que compartir obligatoriamente con mis iguales, creo que de alguna forma renunciaría a la existencia, o dejando de ser o dejando de estar. La juventud es para vivirla con el coraje y la energía que por ley natural le debe ser propia. Si no, es una vejez anticipada, prematura, con el hándicap añadido de la ignorancia, la inexperiencia, el pavo y el acné ¿Un tesoro? Para ti, si lo quieres.

 
En nuestros días, el sistema está ganando una tramposa partida desde el momento en que está consiguiendo que su oposición histórica —la juventud— esté renunciando a ejercer de tal, y se esté comportando como una vieja en silla de ruedas; pero, a la vez, la está perdiendo, porque un sistema social en el que los jóvenes tienen menos huevos que los viejos es un sistema condenado a convertirse en Sodoma, si no lo es ya. Y otra Sodoma no interesa ni a los que aspiran a gobernantes que y ahí reside uno de los sus peores síntomas cada vez son menos y de menor talla. Y eso le está pasando al sistema por tramposo.
Los que hemos superado la veintena de años en un instituto sabemos lo que decimos, entre otras cosas porque si comparamos aquel que vivimos como alumnos con este que estamos padeciendo como docentes, resulta que uno y otro no tienen nada que ver. La mayoría de nuestros profesores se convertían por su obra y gracia en nuestros ídolos; y su obra y gracia no era más que su discurso político, su valentía social, su arrojo vital y su venerable magisterio (aunque esto último quizá no fuera lo más importante, ya que la primera ecuación que te ayudaban a resolver era la de la superación de la crítica adolescencia). Eran nuestros hermanos mayores, sabios amigos o segundos padres. Hasta tal punto era esto así, que muchos de los que hoy somos profesores lo fuimos como resultado de estas experiencias vividas en el instituto: yo de mayor quiero ser como ellos.
La primera vez que cogí una tiza como profesor y volví a respirar el singular perfume del aula, tuve la sensación de haber hecho un pequeño paréntesis para formarme y poder continuar definitivamente esa vida hasta el final. Realmente, nunca abandoné el olor a tiza, pues en mi facultad seguía siendo la herramienta fundamental de la enseñanza, junto al diálogo y la complicidad. Pero a estas alturas de la historia, cuando aún me podrían quedar casi dos décadas más de tiza y discurso, es tal la desazón que me produce la vida en los institutos que no me veo jubilándome en uno de ellos, entre otras cosas porque la emoción que los distinguía es la primera que ha cogido la jubilación anticipada. La administración del Estado amenaza con convertirlos si no lo son ya en fábricas de borregos y carajotes, sin que los padres se den cuenta de que tienen a sus hijos matriculados en unas esperpénticas simbiosis de reformatorios y guarderías, en los que te ponen un parte grave por faltar un día de huelga y te suspenden del derecho a examen si faltas en las horas previas para estudiar, mientras que a los que faltan para fumar porros los premian con la expulsión temporal, para que puedan seguir fumando porros sin la molestia de tener que escaparse en el recreo. Ineptitud de legisladores extendida a los brazos acríticos y serviles de sus ejecutores. Para eso y no para mejorar la enseñanza es para lo que convoca ahora la Junta miles de plazas de profesores, para que los que las aprueben profesen en la más genuina acepción del término profesar, o sea, siguiendo las directrices sociales del partido que gobierna (y que les paga).
El acoso escolar y el maltrato al profesorado existen, ciertamente. Pero me atrevo a decir que en menor medida que cuando yo estudiaba. Mas siendo realidades excepcionales, vienen del carajo como cortinas de humo para velar la mayor gravedad del sistema educativo, a saber, la ablación del principio de rebeldía y, con él, todo el poder contestatario de la juventud, tan históricamente desestabilizador para los intereses del sistema. Dicho para que me entiendas, primo, que si un niño sale revolucionario, lo metes en un instituto público y antes de que llegue al bachillerato ya está “curado”. La naranja mecánica sigue funcionando. De momento.
JUAN CARLOS ARAGÓN

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