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Juan Carlos Aragón

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Cuando se cumplen 50 tacos, te paras en el camino y no sabes si mirar atrás o adelante, máxime cuando el medio siglo en cuestión se haya repartido entre el XX —con sentido porque era el fin— y el XXI —sin sentido porque no es principio de nada—, sin solución de continuidad: uno pone fin a la historia y otro abre una posthistoria sin índice. No sabes si apagar las velas o dejar que se derritan solas.

 
Yo no celebro los años que cumplo, sino los días que merecen la pena. El tiempo en sí no existe como tal, es sólo una ficción geométrica que pone al hombre contra las cuerdas. Al moverme en la esfera de lo público, en la posthistoria, en el ciber-nihilismo, en lo virtual antes que en lo real, no consigo dejar de sentirme un abandonado por mi tiempo, además de por mi país, y en vez de soplar las velas me entran ganas de arrojarlas ardiendo sobre el gobierno, la justicia, los bancos, la prensa, la Iglesia… Pero de pronto observo que es tarde, pues la cumbre de estos volcanes en erupción ya arroja sus propios ríos de lava sobre las montañas de la civilización humana, que huye despavorida en busca de océanos donde sentirse a salvo, no tal vez para darle un nuevo sentido a la historia, pero sí para mantener cargada la batería del móvil, la nueva y única forma real de supervivencia.
Recuerdo el 89 en la Facultad de Filosofía. Los ilustres catedráticos y sus acólitos celebraban con inusitada miopía la caída del Muro de Berlín, como expresión del fin del la lucha —el equilibrio— entre dos mundos rivales, ignorando la máxima de Heráclito según la cual el eterno devenir es lucha de contrarios: así se mantiene el equilibrio, el pulso. Cuando uno de los púgiles aplasta a su contrario se acaba la lucha y, con ella, el equilibrio y el devenir. Ya nada acaece. Todos copian un solo dictado (dictadura): el del capital. Envidio al hombre común que ignora esto, pues también lo sufre, pero no sabe por qué. Y en épocas como ésta la ignorancia cobra valor de morfina. La conciencia de lo que hay mata con más dolor que lo que hay en sí.
Esta posthistoria ya no es de herederos, sino de náufragos, que sobreviven dando tumbos en círculos ciegos, de corazones latiendo a oscuras. Ni siquiera el arte es ya el depósito de lo sublime, quizá porque ya nada es sublime, quizá porque el capital convierte lo sublime en mercancía, que se manufactura, se vende y se compra, y se carga de cuajo cualquier encanto de la música, del libro, del cuadro, del amanecer, del carnaval y de Praga (de Cádiz ya se encarga el levante).
Mis pocos sabios profesores que vislumbraban esto nos animaban a que penetrásemos por las grietas del sistema, romántica fórmula para burlar la mediocridad de la vida cotidiana y convivir con ella pasando por encima. Pero para encontrar en la actualidad una grieta que no esté saturada, por la que puedas entrar aunque sea escurriéndote de perfil y arañándote con sus estrechas paredes, parece más un deseo de instalarte a toda costa en el sistema que mantenerte fuera de él, que quizá —y dada la insoportable coyuntura— sea lo único rentable y posiblemente emocionante. Cuando veo a un individuo paseando a su perro, me cuesta trabajo distinguir quién de los dos jala de quién. Si el mejor amigo del hombre necesita correa para que lo acompañe, habría que preguntarle al perro si le sigue sirviendo el hombre como animal de compañía.
Entre physys y nomos la civilización humana ha caído en la trampa de la segunda. La naturaleza nos hace libres, la ley esclavos. El orden no es natural, sino cultural. El Malestar en la Cultura no es obra de Freud, sino de la cultura misma: Freud solo dio el diagnóstico. El hombre es el único animal que celebra su cumpleaños. ¿Señal de que tiene uno más o de que le queda uno menos?
A partir de ahora los cumpliré hacia atrás, recorreré el camino a la inversa, buscaré de nuevo la juventud pero con la madurez de la experiencia, que se saborea más y se pierde menos. La concepción lineal de la historia es una perversa doctrina que se justifica para predecir un final, final que a ninguno satisface ni consuela. Que haya triunfado esta doctrina por obra y gracia de la teología cristiana no significa nada más allá del negocio de nuestros verdugos. La teoría del eterno retorno es más vitalista porque, más allá de los implantes, la arruga y la alopecia, pone la vida en tus manos, no en las del tiempo. No se trata de vivir mirando hacia delante cuando lo que hay delante no promete más que lo que había detrás, sino de regresar allí donde en vez de celebrar cumpleaños se celebra que el principio está más cerca.
EL RUBIO (con las velas boca abajo)

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