La canción eres tú
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No te conozco pero te reconozco como al amigo más íntimo que haya podido tener, al que más me ha enseñado, estirado, amado y sentido, sin saber y a la vez sabiendo que también era yo “tu amor de humanidad, que no es amor de mercado, ni es amor de uno solo, sino alma de todos… y es un arte en su edad”.
Supe de ti con diez años en la voz de María, la gitana rubia que cantaba por rumba “Te doy una canción”. Muy alejada pero apoteósica versión. Te lo jura el enemigo eterno de las versiones (per-versiones). Desde ahí con todo lo que vino detrás, me fuiste convirtiendo durante mi adolescencia y juventud en un guerrillero de la revolución occidental y de la aventura de vivir, las dos únicas imaginables en la parte del globo que me ha tocado, que son pocas pero no las hay mayores. Mis ametralladoras —mis guitarras— y mis balas —mis palabras— solo apuntaron siempre arriba y adentro, los dos invertebrados blancos reales para cambiar el mundo o a mí dentro de él. O cantaba al amor o cantaba a la tierra: la gente iba en el doble fondo de los dos cantos, aunque siempre fui más feliz musicando palabras para el amor que para el obrero que besa su propio látigo. La primera canción me brindaba el placer; la segunda el destierro. Tú llegaste con la revolución hecha; yo, con un Batista en cada esquina. Aun así tu canción me hervía la sangre y me daba el valor para que nunca nadie me viera temblar cuando disparaba a la yugular de los poderosos. Quizá, de no haber sido por ti, habría pasado los años de mi vida matando moscas entre canciones a la playa y a un carnaval que no lo es tanto. Mis paisanos lo hubieran agradecido más, eso es seguro.
Cada vez que un estado de sitio cercaba mi alma, confieso que una canción tuya bastaba para sanarme. Pude verte en algún concierto y no lo hice. A Camarón tampoco. ¿Sabes? Tengo un imán del carajo y siempre me toca el tonto en la silla de atrás. Además, el olor a multitud me desvanece, me empaña la pleura de la emoción. Las multitudes estas no son las mismas que aquellas. Aunque se hagan a imagen y semejanza de su rizo, su mochila, su pulsera y su ron, cuando el imperio del capital les ofrece sus primeras bondades, estas multitudes se disuelven en herméticos átomos con clave de seguridad y todo. Una monería.
Esperaba encontrarte en tu Habana Vieja, mas cuando fui, tú andabas grabando “Amoríos” y yo luneando de miel con el mío para siempre. Al menos Fidel aún presidía el Malecón y los cerros. Lo que son las cosas. Pero al que hizo dos en los septiembres venideros, me regaló Luisa tu “Amorío” como si fuera el nuestro. Y llevo desde el día aquel que solo quiero sentarme en el coche y escucharte mientras devoro la carretera que me separa de una vida que es más larga que la eterna. Detrás, al compás que marcan las máquinas y las leyes, danza mi generación mutando y pareciéndose cada vez más a ella misma, a ella sola, o sea, sola, ella, la generación que viaja para huir de sí y hace otra igual adonde llega, la de la hostia convertida en el vino y viceversa, la que cuida mejor a los viejos que a los niños, tanto, que a los niños los convierte en viejos antes de que lleguen a la escuela: mi generación vacuna, no por los cuernos —que ya no se llevan—, sino por haberse auto engendrado como antídoto para cualquier revolución posible porque no contempla ninguna como necesaria. Sé que si algún día llega esa revolución hasta aquí ya no tendré los ojos abiertos para verla, pero me basta con haberla soñado y puesto cuantas piedras pude. Y mientras dure seguiré en el centro del combate.
La revolución otra, la mía, la de la aventura de vivir, avanza a golpe de tormentas. Algunas inundan, otras riegan. Me está costando décadas conseguir un ejército a la medida, porque la revolución personal tampoco se hace solo. Es como la canción. Hace falta una mujer que la comprenda, un amigo que ponga el café, un vecino que la cante y un paisano que la maldiga. Y si me quedo en el camino, al menos tendré la alegría de haber vivido una vida más buena que la que hubiera tenido sin tus canciones: “Si miro un poco afuera y me detengo/ la ciudad se derrumba y yo cantando/ La gente que me odia y que me quiere/ no me va a perdonar que me distraiga/ Creen que lo digo todo, que me juego la vida/ porque no te conocen, ni te sienten…”
EL RUBIO (en La Alaska Vieja escuchando “Amoríos”)