Cómicos
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La noche que debutábamos, mientras andaba disolviendo la tensa espera en las inmediaciones del local donde el grupo se maquillaba, apartado del agobio, de los nervios y los curiosos, recibí un wasap de un colega que decía que me habían acabado de dedicar un pasodoble muy bonito. “Seguramente…”, respondí, acostumbrado ya a estas cosas… “Te va a gustar”, insistió. “¿Ironía?”, le volví a preguntar, convencido de que era otro castañazo de los muchos que me han dado. Pero me aseguró que no, “que era un homenaje de unos chavales de Chipiona que se notaba que lo sentían y que estaba muy bien escrito, que me iba a emocionar”. Ahí lo dejé entre el escepticismo y la intriga.
Al final del agotador día posterior (clases, padres, claustro…, lo suyo para descansar de la primera descarga), decidí ver qué era ese homenaje, y me senté con la incertidumbre de la noche de Reyes. A ver estos. Y me encontré, efectivamente, a un grupo de chavales cantando un emotivo puzle de mi trayectoria carnavalesca, compuesto por el nombre de todas mis agrupaciones con una soberbia solución de continuidad que desembocaba en una elegía que no reproduzco por pura humildad. No quiero que nadie se crea que me miro el ombligo ni que soy más que nadie, porque ni lo soy ni jamás me he mirado el ombligo. Suelo tener al lado mejores ombligos a los que mirar. Aunque ahora que lo miro, el mío no está mal…
Siempre he defendido que con la crítica aprendes y con el halago corres el riesgo de volverte carajote crónico. Por eso huyo del halago, como de la foto, del cargo, de la condecoración y del homenaje. No soy más que uno más, haciendo lo que le gusta y como le gusta. Y no tengo más fortuna que me valga. El resto me parece parte del juego social, que habitualmente desestimo porque suele ir carente de pureza y determinado por un interés posterior. Si por algo cambiaría todo lo que he conseguido es precisamente por devolverme aquel anonimato que me hacía sentirme libre en todo momento y lugar. Y si un día me voy del carnaval será precisamente para recuperarlo. Si la gente supiera lo puta que es la fama seguro que estudiaba filosofía.
Hay terrícolas que eyaculan con la condecoración y el homenaje. Muchos. La mayoría. Lo entiendo respetable. Yo no. Ni vivo ni muerto. En mi testamento vital lo prohíbo expresamente bajo amenaza de resurrección. Pero este caso fue distinto. El encanto vino de la juventud, ese divino tesoro que no es una edad ni un etapa de la vida, sino una condición vital que me niego a perder hasta el último de mis días. El canto que me dedicaron lo sentí tan puro como a ellos, y no lloré porque no era para llorar sino para todo lo contrario. Entendí que —sin proponérmelo, pues nunca he buscado nada más allá de mis canciones— me habían convertido en un espejo en el que mirarse y, en los tiempos que corren, mirarse en mi espejo es un idealismo que no garantiza el triunfo, pero sí la juventud, tesoro que no es imposible mantener si no te contaminas por los contravalores del éxito efímero, la fama y el ensanchamiento de la vanidad, con lo cual auguro un futuro muy prometedor a estos chicos. Al menos, me consuela saber que hay gente que se la juega, no por el pasodoble, sino por meterse en dirección prohibida, esa dirección solo reservada a los que no nos asusta el vértigo y, por tanto, tienen agallas para aportar su grano de arena contra la hipocresía y el cinismo de nuestra era, en la que se suele nadar a favor de la corriente, saturando la corriente sin aportar nada ni a la vida propia ni a la ajena y sin permitirse disfrutar del placer de la auto superación.
No quiero pronunciar la palabra “agradecimiento” porque la “conviá del gallego” no ha sido nunca mi estilo, del mismo modo que no he respondido a las agresiones recibidas durante estos años —salvo en alguna ocasión en que la mala baba ha rebosado, además, desde una posición de superioridad y oportunismo mediático—.
Como su declaración de principios fue pública, la mía quiero que también lo sea. Y a partir de ahora, solo desear a David Amaya y a su exquisito grupo —una de las sorpresas más agradables del Concurso, por su lluvia de frescura y pureza—, que sigan en esa dirección, prohibida solo para los que calculan tanto la distancia que los separa del placer que por eso mismo nunca llegan a alcanzarlo. Y el placer no es el premio de la academia, sino el que se da uno mismo cuando hace aquello en lo que realmente cree. Salud, compañeros. Y eterna juventud, cómicos míos.
JUAN CARLOS ARAGÓN