Djokovic gobierna en el reino de Federer
No hay barreras que el ímpetu no pueda derribar. No hay fronteras para contener la fuerza. No hay diques para frenar el talento. Ocurre en la catedral de Wimbledon, escenario universal de estrellas con luz infinita.
Tras 3h57m, hay una calurosa ovación. Se oyen los gritos y suenan las palmas a coro durante varios minutos. Llueven los flashes para inmortalizar un momento eterno que ya es historia de este deporte mientras se detiene el tiempo: a Novak Djokovic se le escapan las lágrimas mientras arranca un trozo de césped para comérselo tras ganar 6-7, 6-4, 7-6, 5-7 y 6-4 a Roger Federer la copa de campeón que le permite levantar un Grand Slam 18 meses después de celebrar el último, sumar siete grandes, romper la sangría (cinco finales entregadas de las seis últimas disputadas) y recuperar el número uno del mundo, que mañana mismo volverá desde las manos de Rafael Nadal a las suyas.
La victoria hace temblar al vestuario. El partido, refleja como pocas cosas la longevidad del genial suizo: a un paso de cumplir 33 años, tras luchar entre décadas, generación tras generación, el campeón de 17 grandes compite un duelo lleno de talento, magia y sutilezas. Esa es la huella de un genio como Einstein, Da Vinci, Mozart o Shakespeare. Ese es su legado perpetuo, uno como el Darwin, Newton, Edison o Tesla. Esa raqueta que descansa sobre el pasto tras la sinfonía es al tenis lo que las manos de Jordan al baloncesto, los pies de Maradona al fútbol, los guantes de Ali al boxeo o las piernas de Bolt al atletismo. Ese es Federer, el inmortal derrotado por Djokovic, el caníbal. Un jugador lleno de colmillos y golpes para apagar una rebelión.
Pronto se posiciona la grada. Lo ven el príncipe Guillermo y su esposa Kate desde el palco de autoridades, donde también se sientan Rod Laver, David Beckham, Marion Bartoli, Bradley Cooper o Chris Hemsworth en un domingo de gala para el país. Sin Murray de por medio, el gentío clama para impulsar a su héroe, que de siempre ha sido Federer porque cada victoria le ha valido un trozo de corazón británico conquistado. Contra Djokovic, su puntería es festejada con vítores y el silencio es la respuesta a sus errores. Siempre le abrazan con palabras que hacen de escudo cuando el partido se convierte en una batalla de trincheras. Aumenta la fanfarria según pasa el duelo y llega un momento donde el ruido es atronador. Así nace, avanza y termina el pulso, que Nole cierra con un aullido de ganador tras tomar el reino de Federer. Esto es lo que sucede. De entrada, Federer se agarra a su servicio y en el revés cortado encuentra parapeto cuando la bola se pone en juego. Se discute bajo el libreto del suizo (a toda velocidad) y, sin embargo, es Nole el que parece más cerca de arañar un pedazo de la corona. El campeón de 17 grandes arranca con la idea de tomar la red y como respuesta se encuentra un chaparrón de estacazos de aquel que ha hecho carrera desde el fondo, un maestro de los tiros pasantes. Midiendo con precaución sus viajes hacia la media pista, esos que luego le costarán tan caros como un puñado de oro, a Federer no le queda otra que atacar, atacar y atacar.
De su raqueta salen chispas que incendian el pasto. La de Djokovic despide truenos. Así se llega al precipicio, punto de no retorno donde uno de los dos tiene que caer irremediablemente. El ganador de la primera manga se resuelve en un tie-break vertiginoso, lleno de pelotazos cruzados y puños cerrados. Tras tomar ventaja (3-0), es el suizo quien se enfrenta a dos bolas de set (5-6 y 6-7), salvadas con una derecha y un saque directo. Djokovic pestañea porque no se lo cree: pese a ganar tres puntos más que su rival (46 por 43) y decir mucho en los peloteos, se inclina. Federer juega más rápido de lo que Djokovic suele tolerar. El suizo quiere correr los 100 metros una vez tras otra. Devorar el partido mientras la energía le sostenga. El serbio propone una maratón. Lo suyo es la resistencia. Que el debate lo decidan las piernas pidiéndole pulmones a su rival. El paso de los minutos es recibido como una sentencia irrevocable: la victoria para el campeón de seis grandes, la derrota para el de 17. El goteo de gestos refleja todo lo que hay en juego, cuánto cuesta controlar las emociones, cómo de prolongado es el sendero hacia la gloria y la cantidad de pedruscos que lo pueblan. Federer grita con voz grave mientras vuelve a subir a la red alegremente con la intención del inicio, que es no quemarse en la intensidad de su contrario, no achicharrarse la coraza magullada. Djokovic junta las manos pidiendo ayuda divina, que llega cuando el número cuatro hace una doble falta (con 2-1) y concede la primera bola de rotura de la final, que el serbio aprovecha para ganar el segundo set. Es una 1h34m de partido y la pelea por la corona está empatada. El pulso ha cambiado y Federer ya lo sabe: para alzar la copa debe ganar al serbio desde el fondo de la pista cada vez que su servicio no le ayude a escapar de la trampa o subir a la red y asumir las consecuencias. La respuesta a esa situación es magistral. El suizo no deja que Djokovic hable al resto. La pistola bien guardada en la cartuchera. Ni le permite desenfundar. El monólogo de saques (13 servicios directos y un 85% de puntos ganados con ese primer tiro) es abrumador. Nole no se arruga. Lejos de encogerse, crece. Este es no es el jugador atormentado que sufre de lo lindo para llegar a la final. Ni rastro de las dudas. Ni una sola señal de debilidad. Este Djokovic es el indomable, el mismo que en 2011 vive de puñetazo en puñetazo, llevándose por delante a todo rival colocado en su camino. Eso provoca que el nivel suba tanto como la temperatura y lleva a los rivales a otro desempate. Las malas decisiones encadenan a Federer en el tie-break de la tercera manga, donde se compite por la copa con la cabeza, el alma y la raqueta. Tras un tercer parcial de igual a igual, en el que ambos fallan una sola vez (¡un par de errores no forzados para cada uno en una superficie como la hierba!), el suizo emborrona con malas ideas. Sube a la red cuando no toca, pega dos derechas descoordinadas y ve cómo se la marcha el set y, posiblemente, el partido. Parece claro entonces. La copa tiene que ser para Djokovic. El número dos, que rompe el saque de Federer al inicio de la cuarta manga (para 3-1), lo pierde inmediatamente después (3-2, entregando por primera vez el suyo en el encuentro) y vuelve a arrebatar el de su rival (4-2), va de línea en línea hacia su séptimo título de la máxima categoría. Abran las puertas del cielo que vuelve Nole, el púgil que pega como nadie y se protege como ninguno. Dejen paso al cometa envuelto en llamas. Apártense, que este jugador no tiene fin. Y entonces, Federer. En una reacción sorprendente para un jugador que no ha levantado su fama desde la garra, el suizo hace lo imposible: del 2-5 que le proclama derrotado pasa al 7-5 que le permite llevar la final al quinto set. La remontada es consecuencia de las agallas del suizo y los miedos de Djokovic, que tiene bola partido al resto (con 5-4) y pierde cinco juegos consecutivos en los que entrega dos veces el saque a su oponente. Es toda una explosión. Así estalla la cabeza de un tenista. Así saltan por los aires los sesos de un jugador. Esta debe ser la crónica de una muerte anunciada porque muy pocos están preparados para dejar escapar una pelota de campeonato y luchar como si nada en el set decisivo. Y entonces, Djokovic. Pese a que su rival tiene primero bola de rotura en la quinta manga, el serbio combate con todo lo que le queda. Sangra por el codo, se duele de una pierna y tiene mal un tobillo, pero su apetito está por encima de cualquier otra cosa. De golpe en golpe, el serbio espanta el recuerdo de la bola de partido perdida en la cuarta manga y muerde a Federer al resto, domando con su fantástico revés a dos manos los saques del suizo. Al campeón de 17 grandes le abandonan las piernas y los pulmones. A Djokovic le sobra todo eso. El campeón, coronado por segunda vez en Wimbledon, afronta ahora el resto del año con el impulso de un triunfo de brillantes.
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