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El 10 guaraní
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El 10 guaraní

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Carlos Puértolas

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Hubo tardes en las que ocultar las orejas bajo un pelazo largo, tupido y oscuro era casi obligatorio en el vestuario setentero del Real Zaragoza. La melena estaba de moda, como la pantaloneta corta, la camisola apretada y la música de Abba. El fútbol de salón también. Dicen que la excelencia jamás estuvo tan cerca de La Romareda como en aquellos años 74 y 75; juego de gusto fino y canapé paraguayo con sabor exquisito pero, sorprendentemente, sin copa con la que brindar. Saturnino Arrúa, Felipe Ocampos o Diarte acariciaron el balón sin más premio que un aplauso sonoro y su eco eterno en la vitrina vacía de Eduardo Ibarra tras haber desplegado un fútbol fantástico. No ganaron nada pero se les recuerda por todo.

El futbolista sudamericano madura rápido. Cuando aquí todavía estamos casi imberbes, al otro lado del charco se afeitan con navaja y fuman con pipa. Que se lo digan a Saturnino Arrúa quien, a los 15 años, fue el máximo goleador de la Liga paraguaya con la camiseta del Cerro Porteño, subcampeón del Campeonato y la revolución del fútbol guaraní y sudamericano comparado entonces con un tal Pelé. Vistió el diez durante nueve temporadas y con sus goles, su garra y su clase conquistó tres Ligas y el corazón del Ciclón del Barrio Obrero de Asunción, entonces, yermo de ídolos.
Pronto llegaron a España noticias de un futbolista diferente capaz de resucitar a un muerto. Avelino Chaves necesitaba un desfibrilador que reactivase un club al que sólo le quedaba una bruma Magnífica tras descender a Segunda y caminar de forma tibia por el fútbol de principios de los años setenta. Avelino viajó y a su astucia añadió alguna mentira piadosa y un disfraz de médico para sacar al futbolista del hotel de concentración de la selección paraguaya y birlar a Arrúa a todo un Atlético de Madrid. A España llegó con la Liga de 1973-74 empezada junto al lateral doble campeón de la Libertadores “Cacho” Blanco y Soto quien voló desde Las Palmas. Aterrizó en Zaragoza para debutar en la jornada 9 junto al germen de lo que poco después se convertiría en una colonia paraguaya, a 9.457 kilómetros de Asunción. Felipe Ocampos, Soto, Blanco y Diarte le acompañarían en un tiempo en el que el kilo de sudamericano jugón era bueno, bonito y barato.
A Arrúa le costó hacer buen fútbol y marcar goles. Los titulares de la prensa impaciente apuntaban a un nuevo error de Chaves, en un región donde retozar en el error patrio y propio nos pone. Pero la sequía ni mucho menos le achicó. Cuenta el diez que siguió trabajando con más ahínco arropado por sus compañeros y una Romareda que vio en él madera para construir un saloncito histórico. Cinco jornadas más tarde le marcaba dos tantos al Oviedo. Los dos primeros de los setenta y ocho que sumaría vestido con la ajustada camiseta blanquilla. Íntimo de Chaves pronto recomendó un compatriota más que ayudase a Ocampos y a él mismo en la reconstrucción zaragocista. Desde el Olimpia fichaba Carlos “Lobo” Diarte, otro futbolista paraguayo extraordinario que además de goles, dejaría, años después, sesenta millones de la época en las arcas de Zalba y compañía.
Luis Cid “Carriega” engrasó la máquina y La Romareda se hizo inexpugnable. “El de Zaragoza es partido perdido” fue un comentario extendido por vestuarios y mentideros de toda España. Y tanto. Dos años y medio sin bajar el mentón en casa, un histórico segundo puesto en Liga, un subcampeonato de Copa del Rey y una noche, en directo por TVE, en la que el flamante Real Madrid campeón de Del Bosque y Miljanic cayó por 6-1 con tres goles de García Castany y un Nino Arrúa excelso e imperial. Le proclamaron mejor extranjero de la Liga española por delante de un tal Johan Cruyff.
Arrúa fue uno de los primeros en llegar y uno de los últimos en marcharse a su casa de Cerro dejando seis años de fútbol total, liderazgo, personalidad apabullante, ego recrecido, salida excelente en la misma área de Manolo Nieves, llegadas desde la línea de tres cuartos hasta la red y celebraciones de locura con los brazos extendidos y abrazado a las primeras filas de la Puerta 14 de La Romareda.
En la Gala del 75 aniversario del Real Zaragoza recibieron un más que merecido homenaje. Horas antes habían recorrido la ciudad, de día y de noche, como cuando eran jóvenes, guapos y peludos. Los Zaraguayos se movían en la pista y la barra casi a diario con la misma habilidad que en el verde. Marcaron tendencia en aquella Zaragoza que se desperezaba al ritmo de Camilo Sesto y Barry White. Cuentan que en la calle parecían estrellas del pop; pantalones de campana a rayas anchas, americana larga sobre jersey de cuello aborregado y zapatos de piel de cocodrilo para marcar tendencias, romper corazones y alguna copa bajo los altavoces más exclusivos de la capital.
Se fue Diarte y el club fichó al portugués Jordao. Se fue Carriega y llegó Lucien Muller. El fibroso Ocampos había emigrado años antes, lo mismo que después harían Soto, Blanco o Diarte rumbo al Turia. La colonia guaraní se desintegró y el equipo entró en una espiral de problemas, envidias y celos que afectaron a Nino. El diez llegó a estar apartado del equipo tras un desencuentro con Jordao por un lanzamiento de penalti frente al Salamanca. El club volvió a purgarse por Segunda en 1978.  Carácter y melena tiene Darío Franco. Un tipo con una tibia rota, el escroto rasgado y una canción que todavía resuena en la Puerta 14. Pero eso ya es otra historia.

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